El bochorno de Europa
La sensación desde fuera de España es que la ruina moral del país
ha tocado fondo. La economía y el paro quizá no, pero la basura moral
sí. La monarquía, tras irse a cazar elefantes y otros bichos, está cada
vez más tocada en la imaginería popular por ese chorizo rubio que se
enriqueció ilícitamente abusando de título y de contactos y que se
manifiesta "em Palma do" por ello.
El presidente del Gobierno, sospechoso -muy sospechoso- de haber cobrado casi medio millón de euros en negro durante casi 20 años y de haber tolerado el sistema de la caja B, se permite no salir a dar explicaciones a la ciudadanía de forma inmediata. El partido que ganó las elecciones con mayoría absoluta hace un año ha perdido el crédito por completo con una política económica sobrecogedora, neoliberal, amiguista y miserable que ha generado seis millones de parados y un pelotón de amnistiados fiscales, con su propio tesorero a la cabeza. La banca híperrescatada está plagada de imputados que no parecen destinados a acabar en la cárcel sino en una nueva lista de indultados. La Sanidad pública se desangra mientras la Educación fallece víctima de austericidio con agravante católica. Los crímenes de codicia con alevosía y ayuntamiento, como los del Madrid Arena, tardan siglos en aclararse por falta de medios y de coraje político.
Los obispos, por cierto, permanecen mudos como mártires, como si de repente no les gustara comentar los asuntos mundanos. El fútbol bipolarizado, todo por la pasta, pan y circo, vive un episodio racista y nadie se escandaliza ni toma cartas en el asunto. La jueza que analiza el caso de dopaje más grave de la historia no quiere ni conocer los nombres de los "pacientes" del doctor Fuentes. Los golfos ladrilleros salplicados por el cemento de sus propios escándalos lo niegan todo con una simple nota de supino desprecio, sabiéndose en el fondo tan impunes como los políticos que han tenido en nómina durante décadas. La risible oposición de izquierdas exige en voz baja explicaciones y responsabilidades sabiéndose tan desacreditada como sus adversarios, y parece igual de sucia al no atreverse a dar ejemplo de limpieza y transparencia por iniciativa propia.
La policía sale absuelta de todos sus desmanes. Los medios compiten por publicar el mayor scoop, y un día dan en el clavo pero otro se convierten en su peor enemigo y se dejan jirones de credibilidad olvidando las reglas básicas y las sanas costumbres. La fiscalía pone cara de que la cosa está fatal pero siempre llega cuando se ha ido el furgón de la empresa que destruye documentos. El ministro de Justicia solo abre el pico para indultar a delincuentes, cobrar tasas a los pobres e intentar que las mujeres pasen un calvario para abortar. Su colega de Exteriores es capaz de mirar hacia otro lado silbando cuando Francia, su socio contra ETA, necesita ayuda en Malí.
Toda esta pesadilla, este magma hecho de dinero B y de mierda A, es sin embargo tan real que ha puesto a mucha gente -niños incluidos- a buscar comida en los contenedores de basura, y ha desbordado las fronteras de tal forma que esa inmensa boñiga maloliente es lo que conforma hoy la marca España 2013. Los periódicos franceses, británicos, alemanes, estadounidenses, lo cuentan cada día con mayor detalle y creciente asombro. El milagro español era esto.
¿Dónde y cuándo acabará la abyección de nuestras élites, este desesperante hundimiento en el fango del autoritarismo, la inmoralidad y el irrefrenable deseo de impunidad colectiva de estirpe mafiosa?
Si el escándalo de Bárcenas no es Tangentopolis, porque España siempre ha sido una especie de fotocopia borrosa de Italia (para bien y para mal) y porque nuestros jueces ya se sabe de qué pie cojean, al menos debería suponer un punto de no retorno para la ciudadanía. Si la cosa no cambia, y los próceres siguen enrocados en su atronador silencio, en sus vagas disculpas autoexculpatorias, y no rinden unas cuentas clarísimas, eso es abuso de poder, prevaricación, ética para telediarios afines y crimen de lesa democracia. Y se tendrán que ir al menos a su casa, ya que a la cárcel quizá sea mucho pedir.
Por consiguiente, como decía aquel, le toca a la opinión pública, al atónito y desencantado espectador, jugar el papel que la Historia y nuestros hijos nos exigen: reclamar cada día -sin violencia pero sin un paso atrás-, en cada foro, explicaciones, claridad, cuentas fetén, responsabilidades, crimen y castigo. Y más tarde, un sistema democrático nuevo, veraz y fiable: unos reguladores serios, unos partidos más abiertos y transparentes hechos a base de primarias, un Tribunal de Cuentas realmente independiente -y no esa pamema partidista-, juicios y condenas durísimas si llega el caso, y algunos cambios legislativos -y no elegantes pactos de caballeros- para acabar con la prescripción de los delitos económicos, la financiación opaca de los partidos y la corrupción endémica de los ayuntamientos.
Desde fuera se ve fácil y claro. Si ese cambio de época, de sistema y de valores no lo exigen de verdad los ciudadanos, nuestras élites, convertidas ya por derecho propio en las más bochornosas de Europa -Grecia e Italia incluidas-, no lo harán nunca. La mierda seguirá brotando hasta asfixiarnos. Y quizá será tarde y tendremos que votar a un remedo españolazo de Berlusconi para sentir que nos hemos salvado.
Miguel Mora es corresponsal en París, antes en Roma y Lisboa, fue redactor en la sección de Cultura y la Edición Internacional. Trabaja en EL PAÍS desde 1992, y es autor del libro ‘La voz de los flamencos’ (Siruela, 2008).
El presidente del Gobierno, sospechoso -muy sospechoso- de haber cobrado casi medio millón de euros en negro durante casi 20 años y de haber tolerado el sistema de la caja B, se permite no salir a dar explicaciones a la ciudadanía de forma inmediata. El partido que ganó las elecciones con mayoría absoluta hace un año ha perdido el crédito por completo con una política económica sobrecogedora, neoliberal, amiguista y miserable que ha generado seis millones de parados y un pelotón de amnistiados fiscales, con su propio tesorero a la cabeza. La banca híperrescatada está plagada de imputados que no parecen destinados a acabar en la cárcel sino en una nueva lista de indultados. La Sanidad pública se desangra mientras la Educación fallece víctima de austericidio con agravante católica. Los crímenes de codicia con alevosía y ayuntamiento, como los del Madrid Arena, tardan siglos en aclararse por falta de medios y de coraje político.
Los obispos, por cierto, permanecen mudos como mártires, como si de repente no les gustara comentar los asuntos mundanos. El fútbol bipolarizado, todo por la pasta, pan y circo, vive un episodio racista y nadie se escandaliza ni toma cartas en el asunto. La jueza que analiza el caso de dopaje más grave de la historia no quiere ni conocer los nombres de los "pacientes" del doctor Fuentes. Los golfos ladrilleros salplicados por el cemento de sus propios escándalos lo niegan todo con una simple nota de supino desprecio, sabiéndose en el fondo tan impunes como los políticos que han tenido en nómina durante décadas. La risible oposición de izquierdas exige en voz baja explicaciones y responsabilidades sabiéndose tan desacreditada como sus adversarios, y parece igual de sucia al no atreverse a dar ejemplo de limpieza y transparencia por iniciativa propia.
La policía sale absuelta de todos sus desmanes. Los medios compiten por publicar el mayor scoop, y un día dan en el clavo pero otro se convierten en su peor enemigo y se dejan jirones de credibilidad olvidando las reglas básicas y las sanas costumbres. La fiscalía pone cara de que la cosa está fatal pero siempre llega cuando se ha ido el furgón de la empresa que destruye documentos. El ministro de Justicia solo abre el pico para indultar a delincuentes, cobrar tasas a los pobres e intentar que las mujeres pasen un calvario para abortar. Su colega de Exteriores es capaz de mirar hacia otro lado silbando cuando Francia, su socio contra ETA, necesita ayuda en Malí.
Toda esta pesadilla, este magma hecho de dinero B y de mierda A, es sin embargo tan real que ha puesto a mucha gente -niños incluidos- a buscar comida en los contenedores de basura, y ha desbordado las fronteras de tal forma que esa inmensa boñiga maloliente es lo que conforma hoy la marca España 2013. Los periódicos franceses, británicos, alemanes, estadounidenses, lo cuentan cada día con mayor detalle y creciente asombro. El milagro español era esto.
¿Dónde y cuándo acabará la abyección de nuestras élites, este desesperante hundimiento en el fango del autoritarismo, la inmoralidad y el irrefrenable deseo de impunidad colectiva de estirpe mafiosa?
Si el escándalo de Bárcenas no es Tangentopolis, porque España siempre ha sido una especie de fotocopia borrosa de Italia (para bien y para mal) y porque nuestros jueces ya se sabe de qué pie cojean, al menos debería suponer un punto de no retorno para la ciudadanía. Si la cosa no cambia, y los próceres siguen enrocados en su atronador silencio, en sus vagas disculpas autoexculpatorias, y no rinden unas cuentas clarísimas, eso es abuso de poder, prevaricación, ética para telediarios afines y crimen de lesa democracia. Y se tendrán que ir al menos a su casa, ya que a la cárcel quizá sea mucho pedir.
Por consiguiente, como decía aquel, le toca a la opinión pública, al atónito y desencantado espectador, jugar el papel que la Historia y nuestros hijos nos exigen: reclamar cada día -sin violencia pero sin un paso atrás-, en cada foro, explicaciones, claridad, cuentas fetén, responsabilidades, crimen y castigo. Y más tarde, un sistema democrático nuevo, veraz y fiable: unos reguladores serios, unos partidos más abiertos y transparentes hechos a base de primarias, un Tribunal de Cuentas realmente independiente -y no esa pamema partidista-, juicios y condenas durísimas si llega el caso, y algunos cambios legislativos -y no elegantes pactos de caballeros- para acabar con la prescripción de los delitos económicos, la financiación opaca de los partidos y la corrupción endémica de los ayuntamientos.
Desde fuera se ve fácil y claro. Si ese cambio de época, de sistema y de valores no lo exigen de verdad los ciudadanos, nuestras élites, convertidas ya por derecho propio en las más bochornosas de Europa -Grecia e Italia incluidas-, no lo harán nunca. La mierda seguirá brotando hasta asfixiarnos. Y quizá será tarde y tendremos que votar a un remedo españolazo de Berlusconi para sentir que nos hemos salvado.
Miguel Mora es corresponsal en París, antes en Roma y Lisboa, fue redactor en la sección de Cultura y la Edición Internacional. Trabaja en EL PAÍS desde 1992, y es autor del libro ‘La voz de los flamencos’ (Siruela, 2008).
No hay comentarios:
Publicar un comentario