martes, 29 de enero de 2013

Interesante artículo del catedrático vasco Innenarity




Elogio y desprecio de la clase política

Sin representantes públicos nos ahorraríamos sueldos y algunos espectáculos bochornosos, pero perderían la representación de sus intereses y aspiraciones de igualdad los que no tienen otro medio de hacerse valer

Daniel Innenarity
Nos recuerdan las encuestas que este es nuestro principal problema. La misma expresión “clase política” incluye un desafecto, alude a una distancia, a una falta de coincidencia entre sus intereses y los nuestros. No es nueva esta crítica; lo novedoso tal vez sea que, gracias al poder multiplicador de los medios y las redes, la crítica ha adquirido las dimensiones de un auténtico linchamiento. Además de las causas objetivas que justifican este malestar (que van desde la incompetencia hasta la corrupción), se ha producido una constelación desfavorable hacia la política por muy diversos motivos, a veces incluso contradictorios, como es frecuente en las coincidencias reunidas en torno a la indignación: unos están seducidos por el éxtasis de la democracia directa; otros tienen aspiraciones más modestas en torno a la reforma electoral; los hay que hacen un cálculo de rentabilidad y se preocupan porque tal vez los políticos sean demasiados y ganen en exceso; otros se frotan las manos porque una sociedad con un sistema político débil les beneficia…
Cabe destacar entre las expresiones de nuestro malestar la performance de rodear el Congreso, un gesto que tiene menos sentido que la vieja ley británica que prohibía a los representantes morir en el edificio del Parlamento. ¿No habría que rodear más bien al resto del mundo —especialmente a los poderes económicos o mediáticos— para que el Parlamento ejerciera las funciones que esperamos de él en una sociedad democrática?
Que los políticos y las políticas dejen mucho que desear es una evidencia en la que no merece la pena perder demasiado tiempo. Tampoco es algo que debería sorprender a quien conozca cómo funcionan otras profesiones, ninguna de las cuales se libra de un serio repaso, con mayor o menor dureza. Ocurre, sin embargo, que esos otros oficios también manifiestamente mejorables tienen la suerte de estar menos expuestos al escrutinio público. La pregunta que yo me hago es cómo pueden encontrarse todavía candidatos para una actividad tan vilipendiada, dura, competitiva, discontinua, escrutada y poco comprendida. Estoy convencido de que, en general, los políticos son mejores que la fama que tienen. Pero el problema, adelantando un poco mi posición, no es exactamente este. Si así fuera, sería más fácil de resolver con una simple sustitución. A lo que estamos aludiendo cuando tomamos nota de la desafección política es a la crítica hacia cualquiera que esté desempeñando esa tarea (“todos son iguales”, etcétera) y aquí el problema adquiere una naturaleza más grave.
De entrada, conviene advertir que la actitud crítica hacia la política es una señal de madurez democrática y no la antesala de su agotamiento. Que todo el mundo se crea competente para juzgar a sus representantes, incluso cuando estos tienen que tomar decisiones de enorme complejidad, es algo que debería tranquilizarnos, aunque solo sea porque lo contrario sería más preocupante. Una sociedad no es democráticamente madura hasta que no deja de reverenciar a sus representantes y administra celosamente su confianza en ellos.
Una buena parte de la desafección política tiene su origen en un error de percepción. En cualquier democracia asentada hay multitud de representantes políticos que realizan honradamente su trabajo, pero solo es noticia la corrupción de algunos. La sensación que nos queda es que la política es sinónimo de corrupción y no advertimos que el escándalo es noticia cuando lo normal es que las cosas se hagan moderadamente bien. Ocurre lo mismo que con los errores médicos: nunca se habla en los medios de comunicación de las operaciones bien hechas, sino las fallidas y de ahí a sacar la impresión de que los médicos lo hacen mal no hay más que un paso. Gracias a los medios de comunicación el poder se ha hecho más vulnerable a la crítica, pero su lenguaje crispado y el mensaje de fondo que así transmiten ha extendido una mentalidad antipolítica. Una cosa es desvelar la mentira, ridiculizar la arrogancia y dar cauce a las voces diferentes; pero esa insistencia en lo negativo tiende a ocultar otras dimensiones de la política tan importantes como, por ejemplo, el valor de los acuerdos o la normalidad poco espectacular de los comportamientos honrados.
Supuesto lo anterior, y sin dejar de reconocer que la mayor parte de las críticas están justificadas, propongo invertir el punto de vista y preguntarnos si tras algunas de sus versiones menos matizadas no hay una falta de sinceridad de la sociedad respecto de sí misma. En una democracia representativa están ellos porque no estamos nosotros o para que no estemos nosotros. Seguramente es cierto que a la política no van los mejores, pero eso debería preocuparnos más a nosotros que a ellos.
La crítica ritual hacia los políticos nos permite escapar de ciertas críticas que, si no fuera por ellos, deberíamos dirigirnos a nosotros mismos. ¿Tiene sentido mantener al mismo tiempo ciertas críticas hacia nuestros representantes políticos y exhibir la inocencia de los representados? Hay una contradicción en pretender que nuestros representantes sean como nosotros y al mismo tiempo esperar de ellos cualidades de élite. Es imposible que unas élites tan incompetentes hayan surgido de una sociedad que, por lo visto, sabe perfectamente lo que debería hacerse. Aquí se pone de manifiesto que el populismo es un “igualitarismo invertido”, es decir, un modo de pensar que no se basa en la creencia de que el pueblo es igual que sus gobernantes, sino de que es mejor que sus gobernantes. Si los políticos lo hacen tan mal, no puede ser que los demás lo hayamos hecho todo bien.
Hay una paradoja tras la crítica de la política que podríamos llamar “la paradoja del último vagón”. Me refiero a aquel chiste acerca de unas autoridades ferroviarias que, tras descubrir que la mayor parte de los accidentes afectaban especialmente al último vagón, decidieron suprimirlo en todos los trenes. De acuerdo, supongamos que la política no funciona. ¿Cómo se suprime a toda la clase política? ¿Quién la podría sustituir? ¿Quién mandaría en un espacio social sin formatear políticamente? ¿A quién beneficiaría un mundo así? La política es una actividad que se puede mejorar pero, sobre todo, algo inevitable. Los populismos ignoran u ocultan esta inevitabilidad; extienden la desconfianza hacia los políticos como si fuera posible que de su actividad se hicieran cargo quienes no lo son o actuando como si no lo fueran. Hay quien en el fondo tiene una aspiración de suprimir la mediación que la representación política supone: consultas sin deliberación, marcos constitucionales irrevisables, imposición sin reconocimiento, mandatos imperativos… Una cosa es introducir procedimientos para contrastar la voluntad popular o para impedir que los representantes se eternicen —participación, rotación en los cargos, prohibir la reelección— y otra pretender una superación de la democracia representativa.
En el desprecio a la clase política se cuelan no pocos lugares comunes y algunas descalificaciones que revelan una gran ignorancia acerca de la naturaleza de la política y promueven el desprecio hacia la política como tal. A estos críticos deberíamos recordarles el principio de que siempre que se impugna algo estamos en nuestro derecho de exigir que se nos diga qué o quién ocupará su lugar. Para ser razonable la crítica debe medir a quién favorece en ocasiones su desproporción. Estamos hablando de incompetencia y de este modo favorecemos que los técnicos se apoderen del Gobierno; criticamos su sueldo y justificamos así que se entregue la política a los ricos; la descalificamos globalmente y asienten con entusiasmo quienes no le deben nada a la política porque ya tienen un poder de otro tipo.
¿Hay algo peor que la mala política? Si, su ausencia, la mentalidad antipolítica, con la que se desvanecerían los deseos de quienes no tienen otra esperanza que la política porque no son poderosos en otros ámbitos. En un mundo sin política nos ahorraríamos algunos sueldos y algunos espectáculos bochornosos, pero perderían la representación de sus intereses y sus aspiraciones de igualdad quienes no tienen otro medio de hacerse valer. ¿Que a pesar de la política no les va demasiado bien? Pensemos cuál sería su destino si ni siquiera pudieran contar con una articulación política de sus derechos.
Daniel Innerarity es catedrático de Filosofía Política y Social, investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco y profesor visitante en el Robert Schuman Centre for Advanced Studies del Instituto Europeo de Florencia.

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