Workaholics, filántropos y parados
Jaume Grau
Nací en el año 1960 y pertenezco al nefasto grupo de individuos del baby boom que hará quebrar la caja de la seguridad social del estado en el año 2027. Por razones de índole histórica soy la primera generación de mi familia que no ha pasado hambre, pero según como se desarrolle la presente crisis, podría ser también la última. Soy biólogo de formación y guionista de profesión. Estoy en contra del determinismo científico, de los análisis simplones y de la falta de objetividad y de rigor. Me gusta arriesgar cuando opino aunque ello me comporte cometer errores. Me causa satisfacción que me rectifiquen. Como Jacques Monod estoy a favor de la ética del conocimiento. El conocimiento científico nos permite entender la libertad, nos hace sujetos responsables de nuestra existencia y nos proporciona satisfacción íntima, placer, el placer de saber, o de acercarse a saber.
En el siglo XXI los ricos, muy ricos, presumen de lo contrario, de trabajar mucho, de estar dedicados en exclusiva al trabajo, a los negocios. Para ellos existe un adjetivo que los define y con el que se definen: workaholics, una patología que describió en el año 1968 el psiquiatra y teólogo norteamericano Waynae Oates, y que era comparable a una adicción a cualquier tipo de droga.
Cuando se acuñó el término, los enfermos de esta patología eran con frecuencia trabajadores de bajo rendimiento, que por falta de precisión o formación, o por exceso de horas de trabajo resultaban ineficaces en sus empleos. A los ricos de hoy en día, como los que se reunieron en el foro de Davos hace unos días, les gusta definirse como workaholics porqué es una forma de demostrar que su riqueza se debe únicamente a su esfuerzo, en contraste con una población de parados cada vez más numerosa.
Esa perversa asociación que relaciona directamente trabajo, éxito y riqueza es la forma de sustentar la desigualdad social con una base de perversa moralidad, en un intento de dotar al capitalismo moderno de un andamiaje ético. Los ricos complementan ese rearme moral con una calculada actividad filantrópica: fundaciones, donaciones a ONGs, proyectos de cooperación, que por un lado calma su mala conciencia y que por el otro limpia su imagen delante de la sociedad produciéndoles retornos en forma de disminución de impuestos.
Los ricos del siglo XXI tienen una mala disposición a cumplir con su fiscalidad, la flanquean con todas sus fuerzas y con la ayuda de unas leyes laxas que les incitan a hacerlo. A pesar de eso les gusta hacer donaciones, porqué ello contribuye a su bienestar espiritual, vean si no a Amancio Ortega con su donativo de 20 millones a Caritas, un porcentaje ridículo de sus beneficios anuales.
Un rico puede legitimar su riqueza con una buena contribución a una causa noble, por ejemplo levantar un hospital o una escuela, de la cual quedará constancia en una placa de latón o un busto del filántropo en el acceso principal. La aristocracia pecuniaria del siglo XXI quiere que se consolide la idea que cuando alguien tiene dificultades económicas, o sufre pobreza, es por su falta de iniciativa, su poco espíritu, su nula voluntad de trabajar.
Los trabajadores en el mundo occidental hemos pasado de tener que trabajar jornadas de 14 horas a vivir de las migajas de los subsidios. La sociedad de clases parece haber dado un giro de 180º, pero sólo lo parece.
En el mundo hay legiones de esclavos, trabajadores sin protección alguna, sin derechos, que trabajan jornadas inacabables en condiciones extremas y que contribuyen con su esfuerzo y su sacrificio, y con las plusvalías que generan su trabajo y su miseria, a acrecentar la riqueza de los más poderosos.
Los empresarios, ricos y emprendedores, están realizando un último asalto al poder, amparados por su buena imagen pública, por su aparente capacidad de generar riqueza y todo ello en un contexto político de desprestigio de la instituciones y de corrupción de la clase política.
Los poderosos siempre nos han impuesto su ley, pero ahora puede que la ejerzan con nuestro aplauso, con el beneplácito de una sociedad empobrecida que busca salidas desesperadamente.
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