martes, 29 de enero de 2013

A propósito de la paloma de Ripollés


La paloma por los suelos

David Torres

Nunca entenderé por qué a alguien se le ocurrió la peregrina idea de representar la paz con uno de los pajarracos más necios y cabrones que existen. En cualquier caso, para no devanarse mucho los sesos, el escultor Juan Ripollés recurrió a la paloma para perpetrar, en una rotonda de Castellón, un homenaje a las víctimas del terrorismo cuyo efecto dramático se basa en el gigantismo: casi treinta metros de altura, treinta y seis toneladas de peso, cuatro años de trabajo para levantar una réplica elemental de unos brazos soltando una paloma. Y luego dicen que el tamaño no importa. De no ser por la escala, el adefesio de Ripollés tendría el mismo rango de uno de esos trabajos manuales hechos con plastilina por un niño no muy espabilado.
Por suerte, un ventarrón metido a crítico de arte ha derrumbado el adefesio introduciendo una excitante metáfora que no estaba incluida en el proyecto original: la paloma por los suelos. Ahora ya no se sabe si la estatua megalómana de Ripollés representa la paz pisoteada o un minero llamando a un taxi. Pero la ambigüedad siempre fue un elemento esencial de la obra. Había críticos que decían que era una paloma de mierda y otros que era una mierda de paloma.
Ripollés ha culpado a los ingenieros del desastre pero los verdaderos responsables son los políticos que llevan años financiándole sus mamotretos. Cientos de miles de euros gastados en afear el horizonte mientras se desmantelan hospitales públicos y se echan profesores a la calle. Ripollés es un artista de alcance internacional que, a pesar de haber exhibido sus obras por medio mundo, de Nueva York a Düsseldorf, incomprensiblemente todavía no está en busca y captura. Con todo, su centro de operaciones es el Levante español, una zona a la que regresa como la gota fría, tanto por el tirón de la tierra natal como por su amistad con Carlos Fabra, a quien conoce, según él, “desde que iba a cuatro gatitas”. En señal de su amistad y de una millonada acojonante, Ripollés construyó un monumento a Fabra en el aeropuerto de Castellón que, al igual que la paloma defenestrada, no se sabe muy bien si es un cumplido o una injuria en cemento. Afortunadamente, Fabra tiene el mismo gusto en arte que en política y además no se quitó las gafas el día de la inauguración.
Más nos valdría repartir entre las familias de las víctimas el dineral que cuestan semejantes cagarros con denominación de origen y que acaba en los bolsillos de los artistas subvencionados y los políticos metidos a mecenas sin gusto ni vergüenza. En Madrid levantaron un gin-tonic XXL en recuerdo del 11-M que, con la contaminación, ya casi parece un cubata. Las víctimas del terrorismo bastante tienen con lo suyo para aguantar encima esos homenajes que dan más miedo que repelús. Si la paloma de Ripollés llega a caer sobre el tráfico, lo mismo inaugura un cementerio gratis. La estatua de Fabra va a resistir hasta que la redescubra Charlton Heston en una playa de Castellón.

David Torres: Fui cobrador de recibos y librero antes de comprender, como me advirtiera mi padre, que la de proletario es una carrera demasiado difícil. Entonces me dediqué a esto de la escritura, al periodismo y a dar clases de literatura en Hotel Kafka. Las novelas son todas hijas mías pero del periodismo tuvo la culpa Manu Leguineche, que en 1999 leyó mi primer libro, Nanga Parbat, y cometió la temeridad de reclutarme en su agencia Faxpress. Luego pasé brevemente por el ABC de Madrid, colaboré en El País Semanal y en diversas revistas, hasta que en el 2004 inicié mi andadura en El Mundo, donde aprendí que el columnismo es un oficio caducifolio que consiste en irritar a todo el personal, incluido yo mismo. Siempre he pensado que una novela es como un matrimonio más o menos largo mientras que una columna es un lío de una noche. Fui finalista del premio Nadal en 2003 con El gran silencio y he ganado también el Hammett de la Semana Negra de Gijón y el Tigre Juan por Niños de tiza, así como el premio Logroño por Punto de fisión, de donde toma su título esta trinchera. Como se ve, con mis novelas he hecho lectores y amigos, y con mis columnas más bien al contrario. Pero está bien así, porque siempre he pensado que un escritor ha de luchar contra el poder, sea del signo que sea, aunque la señal de su triunfo resulte tan minúscula como una picadura de mosquito en el culo de un elefante.

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