La corrupción y las intrigas derrotan a Ratzinger
Juan G. Bedoya-
Madrid-
12 FEB 2013 En la papolatría al uso, suele creerse que el Papa es más pequeño que
Dios pero más grande que el hombre. La consecuencia es pensar que nadie
hay más poderoso que el Pontífice romano, y que para apuntalar a la
Iglesia católica hay que glorificarlo sin pausa. Roma locuta est, causa finita est,
se decía en la Edad Media, cuando todos los eclesiásticos sabían latín y
daban por sentado que lo que se había decidido en Roma era un asunto
concluido.
El obispo de Roma ya era el sucesor del emperador Constantino, y no del pobre y analfabeto pescador Pedro. Hoy todo ha cambiado, sobre todo en la Curia (Gobierno) de Roma, donde anidan todos los poderes de esa poderosa confesión. Lo ha sufrido Benedicto XVI, que ayer se declaró vencido.
Su dimisión la llevaba rumiando desde hace tres años, si se toman al pie de la letra sus declaraciones al periodista alemán Peter Seewald, de marzo de 2010. Dijo entonces: “Si el Papa llega a reconocer con claridad que no puede ya con el encargo de su oficio, tiene el derecho y, en ciertas circunstancias, también el deber de renunciar”.
El todavía papa Ratzinger lleva años enfermo y débil, pero no dimite por ninguna de esas dos razones. Lo hace porque las circunstancias le hacen sentirse incapaz de cumplir con su oficio. Se va derrotado por el cargo. “Apacible pastor rodeado de lobos”, según expresión del periódico de la Santa Sede, L'Osservatore Romano, y, al frente de una organización “devastada por jabalíes” (en sus propias palabras), su gestión es un rosario de decepciones.
Por empezar por el asunto más grave, el de la pederastia, Benedicto XVI llegó con la orden de apartar de sus cargos a los encubridores, pero han pasado los años sin haberlo logrado. Hace apenas una semana, la archidiócesis de Los Ángeles ha despojado al cardenal Roger Mahony de toda su actividad pública después de que la Iglesia se viera obligada a hacer públicos los documentos que prueban que el cardenal encubrió a los curas que abusaron de menores trasladándolos de parroquia en parroquia y evitando que acudieran a terapia para que los psiquiatras no pudieran alertar a las autoridades.
Fue en 2007 cuando se acordó que la Iglesia de Roma iba a entregar esos documentos, donde constan 500 víctimas de abusos e indemnizaciones por 660 millones de dólares (494 millones de euros). La mano derecha de Mahony, Thomas Curry, también ha tenido que renunciar a su cargo al frente de la Iglesia en Santa Bárbara (California) tras saberse que en los expedientes queda claro que protegió a los abusadores junto al cardenal.
La resistencia a cumplir sus órdenes ha debido doler de forma especial al anciano Ratzinger, porque llegó al cargo con la promesa de actuar con energía. En 2005, los cardenales tomaron pronto la decisión sobre el sustituto de Juan Pablo II. La Iglesia estaba sumida en una grave crisis de prestigio, y la solución exigía conocimiento del problema y mano firme. Ratzinger era el hombre. Había sido hasta entonces presidente de la Congregación para la Doctrina de la Fe (ex Santo Oficio de la Inquisición) y había presentado su candidatura en un vía crucis con rezos que parecían un programa de gobierno. En la novena estación, Ratzinger clamó: “¡Cuánta suciedad en la Iglesia y entre los que, por su sacerdocio, deberían estar entregados al Redentor! ¡Cuánta soberbia! Kyrie, eleison. Señor, sálvanos”.
Ocho años más tarde, el clamor por la suciedad continúa. “Esa gran crisis afecta al sacerdocio, que apareció como un lugar de vergüenza. Cada sacerdote se vio de pronto bajo sospecha”, volvió a decir en 2010. Se une ahora el escándalo del espionaje (Vatileaks); los enfrentamientos entre cardenales con poder y la resistencia a hacer cumplir sus órdenes, incluso en torno a la depuración de los Legionarios de Cristo, cuyo fundador, Marcial Maciel, se movió durante décadas como pez en el agua por Roma.
Las denuncias contra Maciel llegaron a la mesa del Papa polaco durante años. También las conocía el alemán Ratzinger. Las despreciaron. Maciel llenaba estadios de fútbol en los viajes del líder católico. Aquella protección ensombrece la beatificación de Juan Pablo II y ha amenazado la credibilidad de Ratzinger, elegido papa en 2005 y que no tomó medida alguna contra los Legionarios hasta mayo de 2006.
Suele decirse que ni Juan Pablo II ni Ratzinger supieron de las correrías de Maciel. No es verdad. La primera demanda contra el fundador legionario la presentaron en Roma siete de sus víctimas en 1998, pero los abusos sexuales del fundador legionario ya habían sido investigados entre 1956 y 1959 y durante todo ese tiempo vivió expulsado de Roma.
Benedicto XVI se ha enfrentado, además, a sus seguidores más acérrimos, los conservadores. No es que se haya convertido de pronto a la modernidad, pero su idea de que “la Iglesia no debe esconderse” le permitió abordar asuntos que otros prelados consideran vedados. Un ejemplo fue el de los preservativos. Benedicto XVI es partidario de su uso “en algunos casos”. Sorprendidos, la idea fue matizada hasta por los obispos españoles.
El Papa, seguro de sí mismo, zanjó la polémica con la afirmación de que lo dicho por él “no necesita aclaraciones”.
El último incidente es de la semana pasada, cuando el arzobispo Vincenzo Paglia, presidente del Pontificio Consejo de la Familia, defendió la familia tradicional, reconociendo, sin embargo, derechos para las parejas de facto, homosexuales o no. Al día siguiente fue obligado a rectificar, pese a creerse que lo dicho antes contaba con la idea papal de dejar que el poder civil arregle los problemas de derechos humanos que no puede resolver la doctrina católica. “El legislador debe responder a exigencias que antes no existían”, había proclamado el mismo día el cardenal Rino Fisichella, responsable del ministerio papal de nueva creación con el nombre de Nueva Evangelización.
Nunca pudo librarse Ratzinger de su pasado como gran inquisidor romano. Desde la izquierda eclesial —sobre todo entre los teólogos y sacerdotes de las iglesias populares— , se le ha tenido siempre como un conservador, inflexible en la ortodoxia, y como un freno a medidas innovadoras, pero tampoco la derecha le ha comprendido, acusándole de ser demasiado débil.
Benedicto XVI deja el pontificado con un legado doctrinal mediocre si se tiene en cuenta que está considerado por sus admiradores como uno de los grandes teólogos contemporáneos. Ha escrito tres encíclicas, de las que destaca la última, de 2009, que títuló Caritas in veritate, sobre el desarrollo de los pueblos y las desigualdades sociales, todo ello al principio de la actual crisis económica.
Su segunda encíclica, de 2007, Spe salvi, recuerda a los cristianos que “solo puede ser Dios” el que funde la esperanza en la vida eterna, capaz de resistir “a pesar de todas las desilusiones”. Añade que “la ciencia puede contribuir mucho a la humanización del mundo” pero también tiene la capacidad de “destruir al hombre y al mundo”.
La dimisión se lleva rumiando tres años
El obispo de Roma ya era el sucesor del emperador Constantino, y no del pobre y analfabeto pescador Pedro. Hoy todo ha cambiado, sobre todo en la Curia (Gobierno) de Roma, donde anidan todos los poderes de esa poderosa confesión. Lo ha sufrido Benedicto XVI, que ayer se declaró vencido.
Su dimisión la llevaba rumiando desde hace tres años, si se toman al pie de la letra sus declaraciones al periodista alemán Peter Seewald, de marzo de 2010. Dijo entonces: “Si el Papa llega a reconocer con claridad que no puede ya con el encargo de su oficio, tiene el derecho y, en ciertas circunstancias, también el deber de renunciar”.
El todavía papa Ratzinger lleva años enfermo y débil, pero no dimite por ninguna de esas dos razones. Lo hace porque las circunstancias le hacen sentirse incapaz de cumplir con su oficio. Se va derrotado por el cargo. “Apacible pastor rodeado de lobos”, según expresión del periódico de la Santa Sede, L'Osservatore Romano, y, al frente de una organización “devastada por jabalíes” (en sus propias palabras), su gestión es un rosario de decepciones.
Por empezar por el asunto más grave, el de la pederastia, Benedicto XVI llegó con la orden de apartar de sus cargos a los encubridores, pero han pasado los años sin haberlo logrado. Hace apenas una semana, la archidiócesis de Los Ángeles ha despojado al cardenal Roger Mahony de toda su actividad pública después de que la Iglesia se viera obligada a hacer públicos los documentos que prueban que el cardenal encubrió a los curas que abusaron de menores trasladándolos de parroquia en parroquia y evitando que acudieran a terapia para que los psiquiatras no pudieran alertar a las autoridades.
Fue en 2007 cuando se acordó que la Iglesia de Roma iba a entregar esos documentos, donde constan 500 víctimas de abusos e indemnizaciones por 660 millones de dólares (494 millones de euros). La mano derecha de Mahony, Thomas Curry, también ha tenido que renunciar a su cargo al frente de la Iglesia en Santa Bárbara (California) tras saberse que en los expedientes queda claro que protegió a los abusadores junto al cardenal.
La resistencia a cumplir sus órdenes ha debido doler de forma especial al anciano Ratzinger, porque llegó al cargo con la promesa de actuar con energía. En 2005, los cardenales tomaron pronto la decisión sobre el sustituto de Juan Pablo II. La Iglesia estaba sumida en una grave crisis de prestigio, y la solución exigía conocimiento del problema y mano firme. Ratzinger era el hombre. Había sido hasta entonces presidente de la Congregación para la Doctrina de la Fe (ex Santo Oficio de la Inquisición) y había presentado su candidatura en un vía crucis con rezos que parecían un programa de gobierno. En la novena estación, Ratzinger clamó: “¡Cuánta suciedad en la Iglesia y entre los que, por su sacerdocio, deberían estar entregados al Redentor! ¡Cuánta soberbia! Kyrie, eleison. Señor, sálvanos”.
Ocho años más tarde, el clamor por la suciedad continúa. “Esa gran crisis afecta al sacerdocio, que apareció como un lugar de vergüenza. Cada sacerdote se vio de pronto bajo sospecha”, volvió a decir en 2010. Se une ahora el escándalo del espionaje (Vatileaks); los enfrentamientos entre cardenales con poder y la resistencia a hacer cumplir sus órdenes, incluso en torno a la depuración de los Legionarios de Cristo, cuyo fundador, Marcial Maciel, se movió durante décadas como pez en el agua por Roma.
Las denuncias contra Maciel llegaron a la mesa del Papa polaco durante años. También las conocía el alemán Ratzinger. Las despreciaron. Maciel llenaba estadios de fútbol en los viajes del líder católico. Aquella protección ensombrece la beatificación de Juan Pablo II y ha amenazado la credibilidad de Ratzinger, elegido papa en 2005 y que no tomó medida alguna contra los Legionarios hasta mayo de 2006.
Suele decirse que ni Juan Pablo II ni Ratzinger supieron de las correrías de Maciel. No es verdad. La primera demanda contra el fundador legionario la presentaron en Roma siete de sus víctimas en 1998, pero los abusos sexuales del fundador legionario ya habían sido investigados entre 1956 y 1959 y durante todo ese tiempo vivió expulsado de Roma.
Benedicto XVI se ha enfrentado, además, a sus seguidores más acérrimos, los conservadores. No es que se haya convertido de pronto a la modernidad, pero su idea de que “la Iglesia no debe esconderse” le permitió abordar asuntos que otros prelados consideran vedados. Un ejemplo fue el de los preservativos. Benedicto XVI es partidario de su uso “en algunos casos”. Sorprendidos, la idea fue matizada hasta por los obispos españoles.
El Papa, seguro de sí mismo, zanjó la polémica con la afirmación de que lo dicho por él “no necesita aclaraciones”.
El último incidente es de la semana pasada, cuando el arzobispo Vincenzo Paglia, presidente del Pontificio Consejo de la Familia, defendió la familia tradicional, reconociendo, sin embargo, derechos para las parejas de facto, homosexuales o no. Al día siguiente fue obligado a rectificar, pese a creerse que lo dicho antes contaba con la idea papal de dejar que el poder civil arregle los problemas de derechos humanos que no puede resolver la doctrina católica. “El legislador debe responder a exigencias que antes no existían”, había proclamado el mismo día el cardenal Rino Fisichella, responsable del ministerio papal de nueva creación con el nombre de Nueva Evangelización.
Nunca pudo librarse Ratzinger de su pasado como gran inquisidor romano. Desde la izquierda eclesial —sobre todo entre los teólogos y sacerdotes de las iglesias populares— , se le ha tenido siempre como un conservador, inflexible en la ortodoxia, y como un freno a medidas innovadoras, pero tampoco la derecha le ha comprendido, acusándole de ser demasiado débil.
Benedicto XVI deja el pontificado con un legado doctrinal mediocre si se tiene en cuenta que está considerado por sus admiradores como uno de los grandes teólogos contemporáneos. Ha escrito tres encíclicas, de las que destaca la última, de 2009, que títuló Caritas in veritate, sobre el desarrollo de los pueblos y las desigualdades sociales, todo ello al principio de la actual crisis económica.
Su segunda encíclica, de 2007, Spe salvi, recuerda a los cristianos que “solo puede ser Dios” el que funde la esperanza en la vida eterna, capaz de resistir “a pesar de todas las desilusiones”. Añade que “la ciencia puede contribuir mucho a la humanización del mundo” pero también tiene la capacidad de “destruir al hombre y al mundo”.
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