España, ¿una oligarquía antisocial y de saqueo?
Pedro Costa Morata * -
Ha sido suficiente que transcurra el primer año de gobierno del PP regresado al poder y empleado a fondo en las políticas que le son propias (que no son aquellas a las que se comprometió en la última campaña electoral) para que por enésima vez en la historia de España nos estemos dando de bruces con una oligarquía activa, expansiva, acaparadora y delicuescente, constituyente decisivo del Estado actual y en abierta contradicción con lo que define la Constitución.
La oligarquía es una casta solidaria que busca enriquecerse apoderándose del poder político usufructuándolo en beneficio propio. El poder político se apoya en el poder económico y éste en aquél, y en definitiva ambos se realimentan reforzando los vínculos cruzados y comunes, incrementando las interrelaciones y la identificación entre ellos. El mecanismo que se ha ido desarrollando en los últimos tiempos, el de las “puertas giratorias” –es decir, políticos que van a los negocios y hombres de negocios que entran en la política– ha desvelado hasta qué punto las empresas reciben a políticos directamente implicados en decisiones (como en la sanidad) que durante su mandato las han beneficiado.
Esto mismo se percibe en el trabajo legislativo, con leyes y disposiciones “a medida”, en clara desviación de la legalidad en beneficio –generalmente, económico– de socios, clientes y benefactores. Como sucede con la Ley de Costas, con respecto de la cual ya se han señalado ciertos beneficiarios directos que aúnan nombres muy de primera fila en esa oligarquía tan activa: como Del Hierro (esposo de Cospedal) y Villar Mir (donante en los papeles de Bárcenas), empresarios interesados en una ley favorable; y al mismo Arias Cañete, ministro del ramo, él mismo empresario y compadre en algunos negocios inmobiliarios con Del Hierro, además, claro, de adalid de ese “poner en producción la costa”.
O las reformas de Ruiz Gallardón en el ámbito judicial, que a más de prever las borrascas que habrán de cernirse sobre el PP por los abusos contra la población y la extensiva corrupción en su ámbito, persigue penalizar y restringir el acceso ordinario a la justicia, controlar (¡más!) al poder judicial y adelgazar esa administración como servicio público. O la no menos militante actuación del ministro Montoro, cumpliendo con las sospechas despertadas sobre el uso perverso de su sabiduría (asesoraba a empresas para que pagaran lo menos posible a Hacienda) para beneficiar directamente a golfos y pillos relacionados con ese clan: ahí tenemos su amnistía fiscal y el caso de Bárcenas, con sus diez millones de euros regularizados.
Una oligarquía siempre aparece descrita y compuesta de la misma forma: una comunidad íntima de intereses entre el clan que gobierna y líderes económicos, una maraña de relaciones entre cargos políticos y poderes empresariales, sin que se trate en ningún momento de disimular el arribismo más irritante, que incluye a la parentela sanguínea. Actúa la familia, en el sentido más político y menos literario del término… con esa defensa cerrada sistemática de todos y cada uno de sus miembros cuando resultan cuestionados. Los ejemplos puestos en evidencia en los últimos tiempos son muy numerosos, aunque siga llamando la atención esa prosapia decimonónica de caciques y dinastas con chulería, tipo Fabra y Baltar.
El caso Carromero, indicativo de la protección de su familia política tras ser condenado en Cuba y recibido poco menos que como un luchador contra la dictadura castrista, es de libro. Y siempre mantienen su importancia sonoros apellidos procedentes del franquismo, adoptados de forma natural por el PP: Calvo-Sotelo, Fernández Cuesta, Arias Salgado, Lora Tamayo… A lo que hay que añadir las oligarquías localistas –tipo CiU– que exhiben un nacionalismo oportunista y victimista cuando sus históricas y más profundas pretensiones han sido enriquecerse y medrar.
Faltaba –y llegó, oportuna para encrespar más los ánimos del español medio– la presencia, rediviva, de las miserias de la monarquía, de modo especial en el abominable asunto Urdangarín, que la afecta directa y cercanamente; caso que tan deportivamente ha enganchado con la corrupción ordinaria y al uso, asumiendo en este caso los rasgos más descarados, los presentes en Baleares y la Comunidad Valenciana. Esto se convierte en una invitación a que los españoles tengamos que mostrarnos menos y menos complacientes con una monarquía reinstalada mediante una jugada histórica, tras ser tan limpiamente liquidada en 1931, y aceptada por aquel famoso consenso por aquello de que contribuiría a acabar con el “histórico enfrentamiento entre los españoles” (pero sin consultarlos).
Y aunque los nombres propios abominados son legión en este momento de indignación creciente que el país vive, seguramente nadie reúne con tanta perfección los rasgos de esta oligarquía que nos empobrece y humilla como María Dolores Cospedal, número dos del PP, presidenta de Castilla-La Mancha y senadora, que se hace merecedora de una concienzuda monografía personal, quizás de una tesis doctoral en Políticas, Psicología, Sociología, Antropología… o una mezcla de todo ello: ¡tan rica es su personalidad, tan notable es la obra política que va dejando! No es posible resumirla en dos trazos, pero si hubiera que resaltar algo en su personalidad –y coincidiendo con aquel “Si la pinchan no sangra” del genial Juan José Millás– habría que aludir a la frialdad con que desafía permanentemente a la verdad: su inmensa capacidad para la hipocresía. Con sonrisa leve, forzada y de reglamento, tan propia del ejercicio político de varias lideresas del PP, afronta imperturbable lo que le echen, negando la realidad e insultando nuestra inteligencia; ha llamado especialmente la atención que fuera risa abierta lo que su rostro expresaba al verse abucheada por los vecinos de Motilla del Palancar, que le afeaban el cierre de las urgencias en el medio rural de la región de la que se enseñorea; puede que esto marque el inicio de su declive.
Estas risas y sonrisas acompañan a la terrible cura de austeridad a que viene sometiendo a esa región, donde se emplea a fondo en reducir y esquilmar todo lo público; y donde ha protagonizado ese fulminante regreso al siglo XIX al arrebatar el sueldo a los parlamentarios autonómicos: a partir de ahora harán política, bien los que tengan su fortuna personal, bien los que quieran hacerla con la política. Todo ello, con el objetivo de recortar, lo que no le impide ser tri-remunerada y hasta sobreada (según los papeles de Bárcenas), ni solidarizarse con un esposo especialmente activo en sus iniciativas empresariales, que incluyen algunas de tipo inmobiliario en el centro de Madrid cuyos afectados seguro que califican con muy duras palabras. (Incluso, reflejando aspiraciones ridículas, pero oligárquicas, Cospedal se empeña en “nobilizar” su apellido añadiéndole un de arrogante y fatuo.) Observando sus comparecencias evoco a Stendhal cuando describe en Rojo y negro (cap. IX), en el entorno de 1830 y en un clima latente revolucionario, ciertas expresiones, humillantes y precisamente de mujer, señalando que “son las que han hecho los Robespierre”; pero al menos ya sabemos que, aunque de acero, esta mujer es oxidable y corruptible.
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