Prisioneros de la palabra
Habría que recomendar vivamente a los asesores y portavoces del PP que lean con atención las memorias de Bradlee, las de Katherine Graham, propietaria del Post,y los libros de Woodward y Bernstein sobre Watergate, para que sepan lo que es preciso no hacer cuando un partido político se enfrenta a un escándalo desvelado por la prensa.
Así conocerán que la primera reacción del presidente del Partido Republicano Bob Dole fue acusar al Post y a su director de estar en connivencia con el candidato demócrata McGovern, que se enfrentaba a Nixon en las elecciones de 1972. “El Partido Republicano ha sido víctima de un bombardeo de alegaciones infundadas y falsas”, declaró, para acabar sentenciando que “la reputación del Post ha caído tan bajo que ha desaparecido casi por completo”.
El portavoz de la Casa Blanca Ron Ziegler aseguró, por su parte, que los artículos del periódico estaban “basados en rumores e indirectas e intentan, por asociación, encontrar culpables, pero no han conseguido encontrar ningún nexo entre Watergate y la Casa Blanca, porque no existe”, y el director de la campaña de Nixon abundó en la falsedad de las revelaciones porque “media docena de investigaciones lo han demostrado así”.
El presidente Nixon decretó una especie de apagón informativo para los dos principales diarios del país (The Washington Post y The New York Times) y decidió privilegiar con declaraciones y entrevistas a periódicos afines a él, que solían titular sus primeras páginas con los desmentidos de la Casa Blanca.
El espionaje en la sede del Partido Demócrata por parte de antiguos colaboradores de la CIA, cuyo conocimiento supuso la punta del iceberg del caso Watergate, sucedió en junio de 1972. Apenas cinco meses después, Richard Nixon fue elegido presidente por abrumadora mayoría. Le votó un 60% del censo y ganó en todos los Estados salvo en Massachusetts.
Pero la acusación formal de los implicados en Watergate, en marzo de 1974, fue el inicio de una concatenación de eventos que tornaron la situación en absolutamente incontrolable. Nixon dimitió en agosto, menos de dos años después de su estruendosa victoria.
Ya durante todo aquel proceso, Henry Kissinger, que se preocupó de mantener su amistad personal con Katherine Graham, insistió sobre la inconveniencia de publicar noticias que menoscabaran el prestigio de la Casa Blanca, del presidente y del Gobierno en general, en un momento en el que el liderazgo de EE UU resultaba clave para el futuro del mundo libre.
Aquellos periodistas y editores de The Washington Post son hoy héroes mundiales de nuestra profesión, pero entonces fueron tachados de irresponsables, mentirosos, malos patriotas y fabuladores. Fueron presionados, espiados, amenazados y ridiculizados hasta el extremo, incluso por muchos de sus colegas. Ahora nadie duda de que contribuyeron como pocos a la estabilidad y consolidación del sistema de libertades en su país.
Cuando temas como los papeles de Bárcenas saltan a la luz, son frecuentes las llamadas a la responsabilidad de los periodistas a la hora de publicar materiales que afectan a la gobernanza, la estabilidad económica o la convivencia de su país. En ocasiones, estos llamados responden a una sincera preocupación de quienes los hacen. Pero casi siempre el poder trata de encubrir presiones o censuras, cada vez más difíciles de establecer, por otra parte, en la sociedad de la información. Los periodistas no son responsables de las consecuencias de los hechos sobre los que informan, sino de reportarlos con honestidad y aplicando las técnicas exigibles que garanticen el rigor de sus informaciones. Los verdaderos responsables de las desgracias que de cada situación se deriven son quienes cometieron los hechos, los impulsaron, permitieron u ocultaron. Creemos, por ello, que la lectura de las experiencias relacionadas con Watergate puede ayudar a los responsables políticos a poner en práctica las lecciones de una famosa sentencia de nuestro refranero: “Uno es dueño de sus silencios y prisionero de sus palabras”.
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