Lo más urgente es la ley de partidos
EL PAÍS abre con este artículo el debate sobre las reformas y los pactos necesarios para superar la crisis política e institucional
José Antonio Gómez Yañez
13 FEB 2013
El editorial de Financial Times del 4 de febrero decía sobre España: “Sus instituciones, desde la Monarquía hasta el Poder Judicial, muestran signos de putrefacción”. Así nos ven. Los casos Bárcenas, Amy Martín-Fundación Ideas, ITV de Oriol Pujol, Palau, ponen al desnudo que los aparatos centrales de los partidos desarrollan tumores sin que sus dirigentes sepan/puedan/quieran controlarlos.
No son casos individuales de alcaldes o concejales que se forran con un plan urbanístico o una licencia; presidentes de diputación o alcaldes que colocan decenas de clientes para garantizarse su apoyo; desaprensivos (Gürtel) o financiación ilegal del partido (Filesa o Naseiro). Son metástasis en las sedes centrales abonadas por el descontrol del dinero, utilizado para “engrasar la maquinaria” o llevárselo. Es la estación término de la política de la Transición que, para estabilizar los partidos, concentró en sus cúpulas los resortes sobre el acceso, ascenso y exclusión de la política. O sea, para incluir y ordenar candidatos en listas electorales, excluir a los disidentes de los órganos del partido —controlando las elecciones internas con listas cerradas para todo—, repartir cargos en las Administraciones y satélites, dilatar el periodo entre sus congresos (cada cuatro años: solo Berlusconi y el Partido Comunista Chino lo superan), escapar al control de sus parlamentos internos (anulándolos en la práctica) y sobre sus cuentas (acerca del Tribunal de Cuentas, EL PAÍS, 11-2-2013, página 13).
El rendimiento de esta política es decreciente. Véase el descenso de la calidad media de los políticos —salvo excepciones—, sus discursos acartonados y la multiplicación de casos de corrupción. La quiebra de las cajas de ahorros, el gasto descontrolado y el crecimiento del personal nombrado discrecionalmente en las Administraciones, la multiplicación de organismos y el ocultismo en las retribuciones de los políticos muestran que esta política está en la raíz de la crisis española. Lo que ahora pasa es que se ahoga en sus propios residuos. Es un fallo institucional que atraviesa a todos los partidos, de ahí la alarma social. Esto pasó en Estados Unidos y en 1902, en Wisconsin, inventaron las elecciones primarias abiertas a los ciudadanos para elegir los candidatos a todo y romper los aparatos y sus corruptelas.
La idea es que la democracia es el mejor desinfectante, y que los partidos son entidades muy importantes cuya actividad debe regularse por ley.
Salgamos de la lamentación y las ideas genéricas. Es urgente hacer una Ley de Partidos que transforme la política española. No será fácil: como escribió García Pelayo, los partidos se resisten a ellas. La correosa renuencia del PP y PSOE a reducir el número de concejales y aclarar sus retribuciones lo demuestra. Tomemos como modelo las leyes de Alemania o Estados Unidos.
El objetivo es que los políticos, dentro del partido, tengan fuentes de poder propias, es decir, que los cargos internos y los candidatos a las elecciones sean elegidos por los afiliados o por los ciudadanos, no designados por el jefe del partido, alcalde o presidente autonómico. Esto introducirá competencia entre los políticos, y la competencia es la única medida preventiva contra la corrupción. No hay otro sistema: ni exigir cualificaciones previas, ni listas abiertas para que los ciudadanos elijan entre quienes propongan los de siempre (como ocurre con el sistema del Senado).
La clave siempre es quién y cómo hace la lista. Eso es lo que hay que cambiar. Esto requiere leyes que regulen la actividad de los partidos, que tienden naturalmente a la oligarquización y a eliminar a los disidentes. Para eso hay que encajar muchas piezas, porque son organizaciones complejas y escurridizas.
La ley debe obligar a los partidos a celebrar congresos bienales (Alemania) o anuales (Reino Unido). En los congresos se elige la dirección del partido. Los manuales de derecho político dicen que la oposición controla al Gobierno. No es verdad, es una visión anticuada, son los parlamentos internos (Junta Directiva en el PP, Comité Federal en el PSOE, Consejo Político en IU, etcétera) los que pueden controlar al Gobierno y a la dirección de la oposición. Cuando se atisba que se van a perder las elecciones, estos órganos son más incisivos que el Legislativo, y las maniobras, más peligrosas (por eso han sido casi anulados en estas décadas, espaciando sus reuniones y multiplicando sus miembros). Por tanto, clave: estos parlamentos internos no deberían tener más de 150 miembros, y sus reuniones, celebrarse cada cuatro meses, con votación secreta sobre la gestión de sus ejecutivas (fundamental). Esto no desestabilizaría a los partidos, los miembros de esos organismos son aguerridos profesionales, pero crearía un mecanismo que debe funcionar cuando sea necesario. Sus sesiones deberían ser públicas, porque un partido no es una asociación privada, los ciudadanos pagan el sueldo de (casi) todos sus miembros y su funcionamiento, y que los partidos insistan en que sean secretas desvela que aquí reside el verdadero control. La composición de los congresos y parlamentos internos ha de ser proporcional al número de afiliados o al número de votos (en la provincia, distrito, etcétera), y no debería haber miembros natos ni designados (en algún partido hay bastantes).
Todos los cargos internos y candidatos a instituciones representativas se deberían elegir por el voto secreto a personas de los afiliados o de los ciudadanos que se registrasen si el partido decide hacer primarias a la americana. Voto a personas, no a listas cerradas, y ordenación en las listas por el orden de votos. El Partido Democrático Italiano aplicó este sistema hace dos meses para elegir a sus candidatos. En Estados Unidos, las primarias las organizan los Estados, no los partidos; habría que copiar la idea y prever que seis semanas antes de las elecciones se celebrasen elecciones a candidatos en todos los partidos, sustituyendo la tenebrosa cooptación actual por una votación transparente. Los partidos no se van a ir de los consejos de las cajas de ahorros, televisiones, órganos consultivos; por tanto, mejor reglar que sus candidatos sean elegidos por los parlamentos internos.
Controlar su financiación. En Austria, si una comisión de expertos en publicidad sospecha que algún partido pasa los límites de gasto en una campaña electoral, abre una inspección. Son precisas auditorías externas anuales (censores de cuentas elegidos aleatoriamente), limitar el mandato de los tesoreros a cuatro años e interventores internos. El Tribunal de Cuentas es una entelequia para controlar las cuentas de los partidos, mejor pasar a un sistema de auditoría externa.
Habría que utilizar la Ley de Partidos para sacar la política de la justicia y a los jueces de la política. Abochorna que en altos tribunales el voto de sus miembros responda a la conveniencia del partido que los promocionó. Al Tribunal Supremo deberían acceder solo miembros de la carrera judicial por méritos en ella. Se debe eliminar el turno para los que no son miembros de esta carrera: no es presentable que cuando van a llover demandas contra la banca acceda al Supremo el director jurídico de La Caixa. Debe desaparecer el tercio de magistrados de los Tribunales Superiores de Justicia regionales elegido por el CGPJ a propuesta de las Asambleas de las comunidades. La incompatibilidad del personal de la judicatura con la política ha de ser tan estricta como para los militares. Es un sarcasmo que los jueces no puedan afiliarse a un partido, pero sí ser secretario de Estado, portavoz parlamentario o asistir a sus ejecutivas y volver a la justicia cuando acaba la experiencia. La justicia es como la mujer de César.
Hay que hacer muchas más cosas. Revisar el sistema de elección de los diputados nacionales, regionales y concejales. Reducir el número de políticos. Una Ley de la Función Política que aclare retribuciones, incompatibilidades, desempleo, estatuto de los asesores. Separar la política de la carrera de los funcionarios, mejorar la elección de los órganos constitucionales (CGPJ, Tribunales Constitucional, de Cuentas...) y reguladores para hacerlos independientes. Pero lo urgente es la Ley de Partidos, para drenar esta basura hasta un nivel soportable. Este es el paso vital para salir de la crisis. Esta política nos asfixia.
El editorial de Financial Times del 4 de febrero decía sobre España: “Sus instituciones, desde la Monarquía hasta el Poder Judicial, muestran signos de putrefacción”. Así nos ven. Los casos Bárcenas, Amy Martín-Fundación Ideas, ITV de Oriol Pujol, Palau, ponen al desnudo que los aparatos centrales de los partidos desarrollan tumores sin que sus dirigentes sepan/puedan/quieran controlarlos.
No son casos individuales de alcaldes o concejales que se forran con un plan urbanístico o una licencia; presidentes de diputación o alcaldes que colocan decenas de clientes para garantizarse su apoyo; desaprensivos (Gürtel) o financiación ilegal del partido (Filesa o Naseiro). Son metástasis en las sedes centrales abonadas por el descontrol del dinero, utilizado para “engrasar la maquinaria” o llevárselo. Es la estación término de la política de la Transición que, para estabilizar los partidos, concentró en sus cúpulas los resortes sobre el acceso, ascenso y exclusión de la política. O sea, para incluir y ordenar candidatos en listas electorales, excluir a los disidentes de los órganos del partido —controlando las elecciones internas con listas cerradas para todo—, repartir cargos en las Administraciones y satélites, dilatar el periodo entre sus congresos (cada cuatro años: solo Berlusconi y el Partido Comunista Chino lo superan), escapar al control de sus parlamentos internos (anulándolos en la práctica) y sobre sus cuentas (acerca del Tribunal de Cuentas, EL PAÍS, 11-2-2013, página 13).
El rendimiento de esta política es decreciente. Véase el descenso de la calidad media de los políticos —salvo excepciones—, sus discursos acartonados y la multiplicación de casos de corrupción. La quiebra de las cajas de ahorros, el gasto descontrolado y el crecimiento del personal nombrado discrecionalmente en las Administraciones, la multiplicación de organismos y el ocultismo en las retribuciones de los políticos muestran que esta política está en la raíz de la crisis española. Lo que ahora pasa es que se ahoga en sus propios residuos. Es un fallo institucional que atraviesa a todos los partidos, de ahí la alarma social. Esto pasó en Estados Unidos y en 1902, en Wisconsin, inventaron las elecciones primarias abiertas a los ciudadanos para elegir los candidatos a todo y romper los aparatos y sus corruptelas.
La idea es que la democracia es el mejor desinfectante, y que los partidos son entidades muy importantes cuya actividad debe regularse por ley.
Salgamos de la lamentación y las ideas genéricas. Es urgente hacer una Ley de Partidos que transforme la política española. No será fácil: como escribió García Pelayo, los partidos se resisten a ellas. La correosa renuencia del PP y PSOE a reducir el número de concejales y aclarar sus retribuciones lo demuestra. Tomemos como modelo las leyes de Alemania o Estados Unidos.
El objetivo es que los políticos, dentro del partido, tengan fuentes de poder propias, es decir, que los cargos internos y los candidatos a las elecciones sean elegidos por los afiliados o por los ciudadanos, no designados por el jefe del partido, alcalde o presidente autonómico. Esto introducirá competencia entre los políticos, y la competencia es la única medida preventiva contra la corrupción. No hay otro sistema: ni exigir cualificaciones previas, ni listas abiertas para que los ciudadanos elijan entre quienes propongan los de siempre (como ocurre con el sistema del Senado).
La clave siempre es quién y cómo hace la lista. Eso es lo que hay que cambiar. Esto requiere leyes que regulen la actividad de los partidos, que tienden naturalmente a la oligarquización y a eliminar a los disidentes. Para eso hay que encajar muchas piezas, porque son organizaciones complejas y escurridizas.
La ley debe obligar a los partidos a celebrar congresos bienales (Alemania) o anuales (Reino Unido). En los congresos se elige la dirección del partido. Los manuales de derecho político dicen que la oposición controla al Gobierno. No es verdad, es una visión anticuada, son los parlamentos internos (Junta Directiva en el PP, Comité Federal en el PSOE, Consejo Político en IU, etcétera) los que pueden controlar al Gobierno y a la dirección de la oposición. Cuando se atisba que se van a perder las elecciones, estos órganos son más incisivos que el Legislativo, y las maniobras, más peligrosas (por eso han sido casi anulados en estas décadas, espaciando sus reuniones y multiplicando sus miembros). Por tanto, clave: estos parlamentos internos no deberían tener más de 150 miembros, y sus reuniones, celebrarse cada cuatro meses, con votación secreta sobre la gestión de sus ejecutivas (fundamental). Esto no desestabilizaría a los partidos, los miembros de esos organismos son aguerridos profesionales, pero crearía un mecanismo que debe funcionar cuando sea necesario. Sus sesiones deberían ser públicas, porque un partido no es una asociación privada, los ciudadanos pagan el sueldo de (casi) todos sus miembros y su funcionamiento, y que los partidos insistan en que sean secretas desvela que aquí reside el verdadero control. La composición de los congresos y parlamentos internos ha de ser proporcional al número de afiliados o al número de votos (en la provincia, distrito, etcétera), y no debería haber miembros natos ni designados (en algún partido hay bastantes).
Todos los cargos internos y candidatos a instituciones representativas se deberían elegir por el voto secreto a personas de los afiliados o de los ciudadanos que se registrasen si el partido decide hacer primarias a la americana. Voto a personas, no a listas cerradas, y ordenación en las listas por el orden de votos. El Partido Democrático Italiano aplicó este sistema hace dos meses para elegir a sus candidatos. En Estados Unidos, las primarias las organizan los Estados, no los partidos; habría que copiar la idea y prever que seis semanas antes de las elecciones se celebrasen elecciones a candidatos en todos los partidos, sustituyendo la tenebrosa cooptación actual por una votación transparente. Los partidos no se van a ir de los consejos de las cajas de ahorros, televisiones, órganos consultivos; por tanto, mejor reglar que sus candidatos sean elegidos por los parlamentos internos.
Controlar su financiación. En Austria, si una comisión de expertos en publicidad sospecha que algún partido pasa los límites de gasto en una campaña electoral, abre una inspección. Son precisas auditorías externas anuales (censores de cuentas elegidos aleatoriamente), limitar el mandato de los tesoreros a cuatro años e interventores internos. El Tribunal de Cuentas es una entelequia para controlar las cuentas de los partidos, mejor pasar a un sistema de auditoría externa.
Habría que utilizar la Ley de Partidos para sacar la política de la justicia y a los jueces de la política. Abochorna que en altos tribunales el voto de sus miembros responda a la conveniencia del partido que los promocionó. Al Tribunal Supremo deberían acceder solo miembros de la carrera judicial por méritos en ella. Se debe eliminar el turno para los que no son miembros de esta carrera: no es presentable que cuando van a llover demandas contra la banca acceda al Supremo el director jurídico de La Caixa. Debe desaparecer el tercio de magistrados de los Tribunales Superiores de Justicia regionales elegido por el CGPJ a propuesta de las Asambleas de las comunidades. La incompatibilidad del personal de la judicatura con la política ha de ser tan estricta como para los militares. Es un sarcasmo que los jueces no puedan afiliarse a un partido, pero sí ser secretario de Estado, portavoz parlamentario o asistir a sus ejecutivas y volver a la justicia cuando acaba la experiencia. La justicia es como la mujer de César.
Hay que hacer muchas más cosas. Revisar el sistema de elección de los diputados nacionales, regionales y concejales. Reducir el número de políticos. Una Ley de la Función Política que aclare retribuciones, incompatibilidades, desempleo, estatuto de los asesores. Separar la política de la carrera de los funcionarios, mejorar la elección de los órganos constitucionales (CGPJ, Tribunales Constitucional, de Cuentas...) y reguladores para hacerlos independientes. Pero lo urgente es la Ley de Partidos, para drenar esta basura hasta un nivel soportable. Este es el paso vital para salir de la crisis. Esta política nos asfixia.
José Antonio Gómez Yáñez. Instituto de Política y Gobernanza. Universidad Carlos III.
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