EDITORIAL
Innovación y renuncia
Benedicto XVI, que llegó con claras banderas conservadoras, chocó contra el inmovilismo
La renuncia de Benedicto XVI al pontificado es un innovador jalón en
la historia del Vaticano. Ninguno de los más de 250 papas que se han
sucedido en Roma renunció tan voluntaria y libremente como lo hará
Joseph Ratzinger. Tampoco ninguno de ellos se ha retirado con un
comunicado tan cargado de dignidad y verdad con el que pondrá fin a un
papado corto —de transición, se dijo en su momento—, pero tan intenso,
turbulento y, en cierta forma, innovador debido a la necesidad de
afrontar uno de los mayores escándalos que ha salpicado a la Iglesia
católica moderna: la pederastia.
Ratzinger accedió al papado con unas nítidas credenciales conservadoras. Fue prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe (la antigua Inquisición) durante más de dos décadas y rechazó las innovaciones del Concilio Vaticano II. Como sucesor de Juan Pablo II se apresuró a proclamar innegociables la familia, la indisolubilidad del matrimonio, el celibato sacerdotal, el repudio al aborto, el divorcio y las uniones entre homosexuales. Durante sus casi ocho años como sumo pontífice ha cumplido con las expectativas de todos los que esperaban el inmovilismo de la ortodoxia. Ha criticado al islam, ha regresado a la liturgia de la misa en latín, ha levantado la excomunión que pesaba sobre los lefebvrianos (la extrema derecha católica francesa) y ha clamado de forma inoportuna contra el uso de los preservativos en su primer viaje a África, el continente más severamente castigado por el sida.
Pero Joseph Ratzinger es un teólogo, un intelectual riguroso difícil de etiquetar con simpleza. Procedente de una Conferencia Episcopal, la alemana, que es la que más claramente distingue entre poder terrenal y religioso, Benedicto XVI ha mantenido actitudes que han molestado a los sectores más radicales. Su primera visita a España fue un jarro de agua fría para las expectativas de la Conferencia Episcopal Española, que quiso instrumentalizarla para atacar el proyecto de matrimonio homosexual de Rodríguez Zapatero. A su regreso a Roma fue destituido sin contemplaciones el portavoz Joaquín Navarro-Valls.
Sin duda es la lacra de la pederastia de sacerdotes y jerarcas la que ha marcado su papado y ha llevado a Benedicto XVI a tomar las decisiones que menos esperaban los más ultraconservadores. Llegado al solio pontificio un año después de que estallara el primer escándalo en EE UU, esa bomba de efectos retardados le estalló desde el principio, tras décadas de abusos sistemáticamente ocultados por la curia y por Roma. Frente a los que clamaban por mantener el silencio, Benedicto XVI rompió con el ocultamiento impuesto por su predecesor, pidió perdón por los pecados cometidos y en una histórica visita a Malta prometió que los culpables serían entregados a la justicia secular.
Fue un giro copernicano que probablemente esté en consonancia con su rigor intelectual y doctrinal, y contra el que todavía se revuelven muchos estamentos de esta anquilosada institución. En ellos podría hallarse una parte de la razón de su creciente aislamiento en el Vaticano, lo que sería una paradoja de la historia, como lo es su propia renuncia (en latín) y su posterior retiro espiritual a un convento de monjas. Porque es una muestra del poder innovador que en ocasiones ofrece la más estricta ortodoxia y el regreso a los principios. La misma partida antes de tiempo es una señal inequívoca de responsabilidad hacia una curia envejecida.
Como él mismo dice en su despedida —una irrupción de modernidad en un espacio más que tradicional— es de esperar que los cardenales sepan elegir sabiamente al nuevo pontífice. En ello se juegan el futuro de una Iglesia en crisis y hoy en manos del inmovilismo.
Ratzinger accedió al papado con unas nítidas credenciales conservadoras. Fue prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe (la antigua Inquisición) durante más de dos décadas y rechazó las innovaciones del Concilio Vaticano II. Como sucesor de Juan Pablo II se apresuró a proclamar innegociables la familia, la indisolubilidad del matrimonio, el celibato sacerdotal, el repudio al aborto, el divorcio y las uniones entre homosexuales. Durante sus casi ocho años como sumo pontífice ha cumplido con las expectativas de todos los que esperaban el inmovilismo de la ortodoxia. Ha criticado al islam, ha regresado a la liturgia de la misa en latín, ha levantado la excomunión que pesaba sobre los lefebvrianos (la extrema derecha católica francesa) y ha clamado de forma inoportuna contra el uso de los preservativos en su primer viaje a África, el continente más severamente castigado por el sida.
Pero Joseph Ratzinger es un teólogo, un intelectual riguroso difícil de etiquetar con simpleza. Procedente de una Conferencia Episcopal, la alemana, que es la que más claramente distingue entre poder terrenal y religioso, Benedicto XVI ha mantenido actitudes que han molestado a los sectores más radicales. Su primera visita a España fue un jarro de agua fría para las expectativas de la Conferencia Episcopal Española, que quiso instrumentalizarla para atacar el proyecto de matrimonio homosexual de Rodríguez Zapatero. A su regreso a Roma fue destituido sin contemplaciones el portavoz Joaquín Navarro-Valls.
Sin duda es la lacra de la pederastia de sacerdotes y jerarcas la que ha marcado su papado y ha llevado a Benedicto XVI a tomar las decisiones que menos esperaban los más ultraconservadores. Llegado al solio pontificio un año después de que estallara el primer escándalo en EE UU, esa bomba de efectos retardados le estalló desde el principio, tras décadas de abusos sistemáticamente ocultados por la curia y por Roma. Frente a los que clamaban por mantener el silencio, Benedicto XVI rompió con el ocultamiento impuesto por su predecesor, pidió perdón por los pecados cometidos y en una histórica visita a Malta prometió que los culpables serían entregados a la justicia secular.
Fue un giro copernicano que probablemente esté en consonancia con su rigor intelectual y doctrinal, y contra el que todavía se revuelven muchos estamentos de esta anquilosada institución. En ellos podría hallarse una parte de la razón de su creciente aislamiento en el Vaticano, lo que sería una paradoja de la historia, como lo es su propia renuncia (en latín) y su posterior retiro espiritual a un convento de monjas. Porque es una muestra del poder innovador que en ocasiones ofrece la más estricta ortodoxia y el regreso a los principios. La misma partida antes de tiempo es una señal inequívoca de responsabilidad hacia una curia envejecida.
Como él mismo dice en su despedida —una irrupción de modernidad en un espacio más que tradicional— es de esperar que los cardenales sepan elegir sabiamente al nuevo pontífice. En ello se juegan el futuro de una Iglesia en crisis y hoy en manos del inmovilismo.
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