domingo, 10 de febrero de 2013

Reflexiones de escritora ante la que está cayendo

TONTOS SOMOS TODOS

Por Lucía Etxebarria
He leído una encuesta sobre intenciones de voto y he comprobado con horror que la abstención sube. Queridos todos: ¿ Cuántas veces tengo que repetir que por culpa de la abstención el PP tiene mayoría absoluta,  que por culpa de la abstención estamos donde estamos,  que la abstención beneficia siempre al partido que haya obtenido más votos de entre los que no se han abstenido?
En nuestra sociedad narcisista ya no hay límites a los deseos y por lo tanto no hay nada que desear. Todo parece posible y da la impresión de que todo nos es debido. Hemos perdido el sentido de lo prohibido y de la renuncia. Ese importante cambio ha afectado a la psicopatología de los individuos, que jamás se han sentido tan decepcionados y desencantados y que buscan desesperadamente la forma de recuperar la autoestima.“  (El abuso de debilidad)
En “El abuso de debilidad” Marie France Hirigoyen hace un muy interesante análisis de cómo una sociedad en la que predomina el narcisismo, y en la que el narcisismo se alienta y se recompensa, es una sociedad que se hunde.
Estamos hartos de leer en los medios de comunicación historias de corrupción, fraude, estafas y mentiras a gran escala. No solo los tóxicos prosperan socialmente, sino que ni siquiera necesitan disimular sus fechorías. No van a la cárcel porque ya se han encargado de sobornar a jueces y magistrados.
Los aspectos que caracterizan a los tóxicos (encanto, mentiras, seducción, ausencia de escrúpulos, incapacidad de aceptar la culpa, habilidad para proyectarla en otros) se han convertido en las cualidades que se requieren para trepar en una empresa y/o en la política.
Lo único que importa es que no te pillen.
La manipulación se ha profesionalizado, ya hay agencias y coachs que entrenan a los políticos para seducir y mentir a gran escala. Saben pulir a su cliente para hacerle seductor,  torcer los hechos para presentarlos de una manera favorable, manipular noticias para culpar a otros, practicar la desinformación, desacreditar a los rivales, amañar una red de mentiras para hundir a un adversario…
La frontera entre mentira y realidad se ha difuminado.
La corrupción y la estafa han dejado de ser la excepción para pasar a ser la norma.
Vivimos en un país fracasado, tocado y hundido. Un barco al que ha arrastrado al fondo una tripulación que no sabía pensar en el bien común, en el que desde el capitán al grumete, pasando por los marineros, han ido robando provisiones de la bodega y vendiendo las cartas de navegación. Un país saqueado, carcomido por la mentalidad colectiva de la corrupción, el engaño, el chanchullo, el yo-y-mis-amigos… El nosotros contra ellos. El ” y tú más”.
Un país en el que en plena crisis se indulta a los corruptos y a los que prevarican, y se contrata con sueldos millonarios a los que han hundido un banco. Un país en el que se reflotan los bancos con dinero público para que luego estos bancos se lo presten al Estado a un tipo de interés alto. Un país lleno de aeropuertos sin aviones y estaciones sin pasajeros. Punteado de delirios arquitectónicos que se fingían edificios icónicos. Constelado de ciudades de las artes, ciudades de la cultura, ciudades de la justicia, ciudades de la luz, ciudades de la ciencia… de ciudades con las arcas arruinadas.
Nos gusta creer que los culpables de la crisis son los políticos, que son corruptos irremediables. Y pensamos sin remordimiento que las pequeñas corruptelas que vemos a nuestro alrededor son minucias sin importancia…
Piense usted en quienes conoce.
La camarera de bar que está cobrando el paro y trabaja en negro; la dependienta que se despidió del trabajo para cobrar el paro e irse a hacer un viaje a Tailandia; la profesora de instituto que fingió una baja por depresión y que se pasó un año viviendo alegremente del Instituto Nacional de la Seguridad Social; la señora que, tras un accidente, llevaba un collarín innecesario para fingir una lesión cervical que no existe y cobrar del seguro y de la Seguridad Social; las agencias inmobiliarias que cuando te iban a vender un piso te advertían de antemano que una parte debía pagarse «en B» e incluso se permitían escribírtelo por mail, sin miedo a que quedara constancia; la vecina que obtuvo una plaza de guardería saltándose la lista de espera porque su cuñado trabaja en la Consejería de Educación, la madre de la Campanario,  la hermana de Cospedal, el hermano de Guerra, el yerno de Fabra, el yerno del Rey…
A su alrededor, ustedes conocen miles de casos como éstos.
Cuando  nos ponen la realidad ante los ojos no es tan fácil ya decir eso de que la culpa es de los políticos.
La corrupción integrada está en nuestra cultura, y éste es un hecho innegable.
Seguro que han visto ustedes en telefilmes o en películas americanas cómo si a un alumno de una high school americana le pillan copiando en un examen o descubren que alguien le ha hecho un trabajo, eso significa su inmediata expulsión y la extinción de cualquier remota posibilidad de que ese alumno llegue algún día a la universidad. En institutos y universidades españolas, copiar, sin embargo,  se considera lo normal. A nadie le expulsarían por eso.
¡Si a la propia madre de la princesa Letizia la pillaron con una chuleta en un examen, y la señora no era una adolescente, precisamente!
De la misma forma nadie se escandaliza aquí si su hermano le enchufa en un trabajo, o si trabaja en una oficina en la que la mitad de la plantilla es de la misma familia, sin que la empresa sea familiar. Y por eso permitimos que el 20 por ciento de los nuevos altos funcionarios del Estado sea familiar de otro alto funcionario.
Pero no podemos conformarnos con este argumento de que la corrupción es un rasgo cultural.
Porque si decimos «vale, es así, no se puede cambiar» y nos encogemos de brazos sería como admitir que la verdadera democracia no tiene cabida y nunca la tendrá en nuestro país.
Lo que sucede es que el problema de la corrupción es el de la pescadilla que se muerde la cola.
En un país corrupto impera la desconfianza social, por lo tanto será cada vez más corrupto.
Si yo estoy convencido de que el dinero de mis impuestos no va a revertir en el bien común, sino que va a ir a las reformas del chalet de Fabra, o a la mansión donada de Cospedal, o al Ferrari del hijo de Pujol, o a las cuentas suizas de Bárcenas, o a la indemnización de Blesa, o al palacete de la Infanta o a las putas y la cocaína del concejal andaluz de turno, lo normal es que intente defraudar ese dinero.
Para que se pierda en tonterías, mejor me lo gasto yo.
De esa manera, los países desarrollan culturas donde predomina la desconfianza social como consecuencia de unos elevados niveles de corrupción, de forma que la corrupción crea más corrupción. Si el de al lado lo hace, yo también. Peor aún: se crea una admiración hacia la figura del corrupto. Si este señor ayer estaba de camarero en una barra y hoy se pasea en Porsche con un Rolex en el brazo, yo también quiero hacerlo, caiga quien caiga.
En esta crisis todos tenemos que asumir nuestra parte de responsabilidad. Y por tanto tenemos que pensar que podemos cambiar cosas.
Podemos recoger firmas, asociarnos, manifestarnos, escribir cartas al director, organizar plataformas ciudadanas, arriesgarnos a votar a partidos nuevos que, con toda seguridad, serán los primeros interesados en cambiar la Ley Electoral, hablar con nuestros hijos adolescentes y explicarles la situación, educarlos en la autonomía y en la proactividad en lugar de en la sobreprotección, que es la tónica educativa que impera en esta sociedad.
Podemos leer, informarnos, reclamar, observar la realidad, no quedarnos parados ante los cambios, participar en la nueva realidad, que no muerde, entrenarnos para detectar patrones generales por encima de respuestas concretas, creer en la «dinámica de síntesis» para escapar a la «parálisis del análisis», superar el miedo a fallar y a cometer errores, poner en cuestión el statu quo, incluida nuestra propia forma de ver las cosas hasta el momento, encontrar nuevas formas de abordar los retos futuros, explorando nuevas vías y evitando las respuestas fáciles a los problemas.
Entiendo que el descontento con la clase política es muy grande, pero me veo en la obligación de recordaros que existen formaciones pequeñas estilo UPyD o Equo que de momento funcionan por congresos, y no por disciplina de partido. Me veo en la obligación de recordaros que los ciudadanos no nacen siendo ya de izquierdas o de de derechas ni con el carnet de ningún partido, en la obligación de recordaros nadie esté obligado a votar siempre lo mismo o a resignarse ante las opciones políticas vigentes, cuando ya le han decepcionado anteriormente, me veo en la obligación de recordaros que la Ley Electoral se puede cambiar, que podemos exigir un cambio en el sistema.
En una época como ésta, marcada por los cambios acelerados, no podemos conducir mirando por el espejo retrovisor. Ni confiar en salir adelante utilizando aquellas herramientas que han funcionado en el pasado. Haciendo lo de siempre, conseguiremos lo de siempre. Por lo tanto nos toca abandonar la rutina y proponernos hacer las cosas de manera diferente. Primero, en el nivel individual. Después, en el nivel social.
Podemos deprimirnos por ello o tomárnoslo como un reto.
Yo ya me he pasado varios meses deprimida, así que ahora me toca cambiar.
Nos guste o no, el mundo está cambiando a toda velocidad.
como decía Keynes:
La verdadera dificultad al cambiar el curso de cualquier organización reside no en desarrollar nuevas ideas, sino en librarse de las viejas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario