La corrupción, la recesión y el peligro de fragmentación alertan a los inversores, que temen un estallido social
José Antonio Navas
Los mercados internacionales han entreabierto la puerta a España y el fantasma del rescate se ha desvanecido. Pero la economía nacional sigue en tela de juicio y no tanto por la evolución intrínseca de los parámetros fundamentales, sino más bien por el virus secesionista y la crispación social que se transmite a diario dentro del país. Al menos esa es la explicación sotto voce con que los responsables de la agencia Fitch han justificado a sus interlocutores del Gobierno la decisión de mantener a la baja la calificación crediticia de la deuda del Reino.
Desde que en enero de 2009 se perdió la matrícula de honor de la 'triple A', España se ha ido despeñando hasta situarse al borde de ese profundo precipicio que representa el bono basura. En 2013 el Tesoro ha metido la directa para refinanciar por vía de apremio los 230.000 millones de euros que necesita este año la economía española. Convencido de que más vale pájaro en mano que ciento volando, el ministro de Economía, Luis de Guindos, quiere aprovechar la ventana de oportunidad que subyace detrás del alivio otorgado por los mercados desde que comenzó el presente ejercicio.
Mariano Rajoy ha sacado tímidamente la gaita para pregonar la buena nueva de una economía en presunta fase de recuperación, al tiempo que sus colaboradores diseñan una estrategia financiera extremadamente cautelosa, fruto de los recelos que suscita el atrabiliario momento que atraviesa el país. La deriva secesionista trazada por Artur Mas como coartada para evitar la quiebra técnica y consiguiente intervención fiscal de Cataluña se ha contaminado con el tifus de la incesante corrupción en un cóctel realmente explosivo. La imagen internacional de España presenta demasiadas sombras y nadie se atreve a lanzar las campanas al vuelo por una tarea de reconstrucción basada en enormes esfuerzos y con muy parcos resultados.
Los sacrificios acumulados en el primer año de legislatura están pasando una elevada factura en forma de crispación y desconfianza hacia una clase dirigente que no parece aplicarse el mismo rasero cuando tiene que apretarse su propio cinturón. La determinación con que se están llevando a cabo los grandes ajustes y reformas en el sistema tributario, el mercado laboral o el sector bancario no se ha traducido con igual valentía a la hora de meter la tijera en todo lo que concierne a la Administración Pública y sus múltiples aledaños. El Estado omnipresente es un mastodonte demasiado pesado y cualquier recorte estructural supone un quebranto irreparable para una economía que vive pendiente y dependiente de los dineros públicos.
El Gobierno se ha curado en salud con unos Presupuestos que miman las partidas destinadas a sufragar la caridad social como escudo protector de una política de “tente mientras cobro” sin mayores ambiciones ni estímulos orientados a un crecimiento económico, que no está, ni se le espera. El primer semestre va a ser de órdago, advierten en círculos oficiales, y aunque en la segunda parte del año puedan mejorar algo las cosas, parece harto imposible que España recupere tasas de creación neta de empleo dentro de 2013.
Agarrados al clavo ardiente del sector exterior
“Lo único que está tirando del carro es el sector exterior”, afirman fuentes de Moncloa, donde reconocen que las empresas se están poniendo las pilas para alcanzar cotas inimaginables de competitividad ante la esclerosis que padece el mercado doméstico. El déficit comercial se ha reducido al 1% del PIB pero ni la más optimista evolución de las exportaciones puede servir de consuelo cuando lo que está en juego es la devolución de una deuda agregada entre el sector público y privado que supone casi tres veces la producción anual a precios de mercado de todo el país.
El motor internacional, no se olvide, representa en el mejor de los casos un tercio escaso de toda la actividad, por lo que la economía está funcionando ahora con uno solo de los tres motores que se necesitan para asegurar el despegue. Las otras turbinas de la inversión y el consumo interno están gripadas y de ahí el desconsuelo insufrible de los seis millones de parados que, en números redondos, identifican a España como una de esas sociedades anónimas donde se hacen y ocurren cosas que verdaderamente no tienen nombre.
Al margen de las sucesivas declaraciones para la galería, los análisis más crudos y reales que se manejan en el Ministerio de Economía inducen a pensar que España no crecerá mientras no se sacuda el enorme apalancamiento. La resaca de la borrachera financiera no ha terminado, ni muchísimo menos, y, aunque Luis de Guindos prefiera ver la botella medio llena de expectativas, la recesión seguirá siendo la constante de un año programado para tocar fondo y sentar las bases de lo que algunos optimistas definen como los “determinantes estructurales” de la recuperación.
La amenaza de una política radical de corte populista
El Gobierno está obligado a confiar en la suerte de unos indicadores más intuitivos que reales, basados principalmente en el impulso de una consolidación fiscal inédita en la historia de los grandes países occidentales y que los dignatarios españoles utilizan constantemente como tarjeta de crédito político en Europa. La reconversión de la economía continuará en 2013 por mucho que los vecinos comunitarios digan que no van a imponer mayores ajustes.
Pero el manual del político en el poder indica que lo que no se haga durante este año ya no se podrá hacer cuando pase el ecuador de la legislatura. Rajoy tendrá que rebajar el peso de la siembra para empezar a cuidar el nivel de la cosecha a partir de 2014 y prepararse ante un combate electoral contra todas las fuerzas políticas, las de siempre y las que puedan surgir al rebufo de la gran recesión.
En el Partido Popular no descartan tampoco el peligro de fragmentación parlamentaria con ese juego de coaliciones tan peligroso para la estabilidad de los intereses generales, e incluso la irrupción de un nuevo tercero en discordia, un partido de corte radical capaz de aglutinar el descontento y desahogar el desánimo nacional con un discurso populista bien armado. El problema para Rajoy es que ya no existe un puching ball como Zapatero que permita descargar todos los golpes del descontento y la mala gestión provocada durante la última e infame gestión del gobierno socialista. Ahora al que hay que derrocar de La Moncloa es al Partido Popular y eso es un motivo de preocupación para los que apuestan por una España estable y comprometida con Europa. Esta vez no son la economía y sus especuladores lo único que importa. Lo que más preocupa es la desembocadura social de un río revuelto y plagado de pescadores ávidos por obtener ganancia política.
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