sábado, 19 de enero de 2013

Del Instituto Juan de Mariana

Preferentes: ni fraude, ni estafa, ni engaño



Manuel Llamas

Los miles de afectados por las polémicas participaciones preferentes, sobre todo las comercializadas años atrás por las cajas hoy nacionalizadas, llevan meses reclamando su dinero mediante campañas de todo tipo e incluso amenazas contra los poderes públicos y los empleados del sector financiero.
El argumento básico que emplean para demandar la devolución íntegra de sus ahorros, a costa del dinero del contribuyente por cierto, consiste en denunciar que han sido víctimas de un fraude, un engaño masivo orquestado deliberadamente por las entidades, aprovechándose maliciosamente de la confianza de sus clientes. Sorprendentemente, su mensaje ha calado en la opinión pública y en la mayor parte de la clase política española, de forma similar a lo que acontece con las plataformas de afectados por las hipotecas.
Sin embargo, es preciso situar este polémico debate en su debido contexto, tanto jurídico como económico y moral, ya que las falacias y errores en torno a este asunto están enormemente extendidas. En primer lugar, el concepto de "fraude" está relacionado con el de "estafa", un delito perfectamente tipificado en el ordenamiento jurídico, por el cual una persona o entidad atenta contra el patrimonio o propiedad de un tercero en beneficio propio a través del engaño, haciéndole creer que obtendrá algo que, en realidad, no existe.
La cuestión, por tanto, es si las entidades han engañado o no a sus clientes, garantizándoles una determinada rentabilidad y condiciones que, en realidad, nunca existieron. Para ello es preciso saber, en primer lugar, qué son las famosas preferentes. Se trata de un producto financiero híbrido y complejo, ya que combina características propias de la renta fija (similar al depósito) y de las acciones. Sus principales características se resumen en cuatro puntos: son de carácter perpetuo, es decir, no tienen fecha de vencimiento; por ello, el que quiera recuperar su dinero tendrá que ponerlas a la venta, de forma que su precio y, por tanto, la recuperación del capital, varía en función de la demanda existente (cotizan en un mercado secundario), como las acciones; la rentabilidad ofrecida no está, en ningún caso, garantizada, ya que la entidad puede suspender el cupón en caso de que registre pérdidas; y, por último, pese a su nombre, las "preferentes" no están cubiertas por el Fondo de Garantía de Depósitos en caso de que la entidad quiebre y, además, sus tenedores ocupan uno de los últimos puestos en el orden de prelación. Esto quiere decir, ni más ni menos, que serán de los últimos acreedores en cobrar en caso de que la entidad quiebre y sea liquidada.
Visto lo visto, es evidente que se trata de un producto de riesgo, de ahí, precisamente, que ofrezcan una rentabilidad también superior al de otros productos como, por ejemplo, los depósitos. Aunque muchos afectados dicen ahora que desconocían este tipo de riesgos, lo cierto es que todas estas advertencias han sido siempre públicas. La Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV) no puede ser más claro al respecto: "tienen carácter perpetuo y su rentabilidad no está garantizada"; su "remuneración está condicionada a que la entidad emisora obtenga beneficios suficientes"; "se trata de un instrumento complejo y de riesgo elevado que puede generar rentabilidad, pero también pérdidas en el capital invertido". Así pues, a cualquier persona interesada en este producto le habría bastado con informarse mínimamente sobre su contenido para conocer los riesgos que asumía.
Pero lo más sangrante, si cabe, es que este tipo de advertencias figuran en todos los folletos de emisión de preferentes y, por tanto, en cada uno de los contratos que los afectados tuvieron que firmar, voluntaria y conscientemente, para adquirir este producto, tal y como puede observarse en una de las emisiones efectuadas por Banca Cívica en 2010 -antes de que estallara el problema-, en donde la palabra "riesgo" aparece en 22 ocasiones en apenas cuatro hojas. Cosa distinta es que el cliente no leyera con atención o ni siquiera leyera el contrato antes de estampar su firma. Es más, pudiera ser que no comprendiera correctamente el texto, pese a que éste es bastante claro y explícito. Así, el contrato aclara en el apartado de "aspectos relevantes", y con el término "RIESGOS" en mayúscula, lo siguiente (sic): "producto complejo y de carácter perpetuo"; "no constituye un depósito bancario"; "el adjetivo preferente [...] NO significa que sus titulares tengan la condición de acreedores privilegiados"; "discrecionalidad en el pago de la retribución". No son términos técnicos o complejos como para dificultar en exceso su comprensión. Aún así, el sentido común dicta que ante la duda mejor no firmar, sobre todo si está dispuesto a invertir una parte muy sustancial de sus ahorros.
Así pues, ¿hubo fraude en su comercialización? Las pruebas al respecto son concluyentes. Los contratos de preferentes, firmados voluntariamente -insisto-, no adolecían de defectos jurídicos, ni en forma ni en fondo. Es decir, no prometían ni garantizaban algo inexistente. Eran perfectamente legales y válidos. Las investigaciones abiertas por la CNMV contra algunas de las entidades emisoras revelan que su colocación entre inversores minoristas (particulares) se realizó, "con carácter general, ajustándose al cumplimiento de la normativa vigente, al menos desde la perspectiva de la documentación contractual que soporta la operación". Dicho esto, es posible que se produjeran ciertas irregularidades que sí otorgarían el derecho a la devolución íntegra de la inversión, en casos donde se probara debidamente la suplantación de la firma o la incapacidad manifiesta del cliente para entender el contrato (analfabetos o personas que no gocen de plenas facultades), pero son absolutamente marginales y anecdóticos.
De hecho, la mayoría de los afectados no denuncia la existencia de defectos contractuales para reclamar su dinero sino que manifiesta haber recibido una información verbal contradictoria con la documentación firmada. Dicho en román paladino: "Yo firmé lo que firmé, pero en la caja de ahorros me dijeron que no había ningún riesgo, que las preferentes eran como un depósito". He aquí la clave de todo el asunto. El contrato advertía claramente de los riesgos, pero la gente se fió más de lo que les decía su director u oficinista de toda la vida, de ahí que aduzcan engaño.
¿Problema? Varios. Desde el punto de vista jurídico prima, en primer lugar, la validez del contrato. Si éste es legal, el afectado tendría que demostrar al juez, en todo caso, que el director de su sucursal le vendió de boquilla un producto totalmente diferente al que firmó. Pero es que, incluso en ese caso, el argumento no se sostiene. En primer lugar, porque muchos de los tenedores ya habían invertido antes en preferentes sin ningún tipo de queja ni problema -se comercializan desde 1999-, con lo que ya conocían el producto, sin que quepan pues vicios en el consentimiento, tal y como certifican numerosas sentencias judiciales.
En segundo lugar, porque una cosa es lo que se vende y otra muy distinta la que se firma. Por esa regla de tres, y llevando el argumento de los afectados al absurdo, casi la práctica totalidad de las técnicas comerciales y publicitarias deberían ser calificadas de engañosas y, por tanto, condenadas por estafa y fraude, desde Red Bull te da alas hasta la promesa de un lotero que no duda en afirmar que lleva ‘El Gordo’ o que este fin de semana le toca seguro. Los empleados de banca son, simplemente, comerciales, ni son asesores ni su trabajo consiste en ofrecer el producto de inversión más adecuado al cliente sino, muy al contrario, en vender lo que considere oportuno la entidad, desde créditos hasta acciones, a fin de cumplir una serie de objetivos.
Pero es que, por si fuera poco, en la mayoría de los casos, ni siquiera las promesas de alta rentabilidad y garantía de devolución que ofertaban los empleados se efectuó a mala fe. Las entidades financieras colocaron unos 30.000 millones de euros en participaciones preferentes desde 1999 hasta finales de 2010. Esto es, durante toda la burbuja inmobiliaria, en donde no hubo el más mínimo problema con este producto, y durante los primeros años de la crisis financiara, cuando casi nadie en España -ni economistas, ni gobierno, ni reguladores ni tan siquiera las propias entidades- pensaba que la tormenta arrastraría a buena parte del sistema financiero a la más absoluta insolvencia. Los problemas surgen en 2011, sobre todo a finales de ese año, cuando el valor de las preferentes en el mercado secundario empezó a hundirse hasta convertirlas en un activo totalmente ilíquido ante la ausencia de compradores. ¿Y por qué sucedió esto? Porque entonces ya era evidente para muchos que algunas entidades (cajas de ahorros) estaban técnicamente quebradas. De hecho, las quejas existentes hoy proceden, básicamente, de los clientes de las entidades nacionalizadas, con un volumen próximo a los 5.000 millones de euros (Bankia, Novagalicia, Catalunya Caixa, y Banco de Valencia). Dicho de otro modo, durante su comercialización -toda una década-, la inmensa mayoría de empleados no pensaba que pudiera llegar a producirse tal escenario, y prueba de ello es que algunos de ellos -y/o sus familiares y amigos- también invirtieron.
El problema, por tanto, no radica en el producto en sí sino en la insolvencia del emisor, un riesgo que, por otro lado, siempre está presente, pues cabe recordar que las preferentes no son algo exclusivo de entidades financieras sino de todo tipo de empresas cotizadas. En este sentido, los preferentistas han perdido parte de su dinero al igual que millones de ahorradores compraron acciones bancarias e inmobiliarias en pleno boom confiando en la ilusoria solvencia del sector. Por último, algunos juristas sostienen que, pese a todo, el riesgo de este producto no se ajustaba al perfil inversor del cliente. Olvidan, sin embargo, que la normativa europea no prohíbe colocar activos complejos entre inversores minoristas. Es más, tales restricciones son erróneas y contraproducentes, ya que el Estado carece de legitimidad alguna para decidir quién debe invertir en qué. Las acciones tienen tanto o más riesgo que las preferentes -al menos a corto y medio plazo- y ello no es óbice para que el Gobierno de turno impida por ley a determinados individuos convertirse en propietario de una empresa.
El pecado no radica, pues, en el supuesto fraude o engaño cometido por las entidades, del todo irreal y falaz, sino en la ingenuidad, exceso de confianza y, por encima de todo, incultura financiera de los españoles. Ésa es la clave. El caso de las preferentes no es asimilable al de fraudes como el de Gescartera, Fórum Filatélico o Nueva Rumasa, como se pretende hacer creer. El problema de fondo aquí radica en la imprudencia y en los errores de inversión cometidos por los afectados, al igual que otros muchos accionistas, empresarios e hipotecados han perdido parte o todo su capital durante la crisis. Por ello, su rescate, a costa del resto de contribuyentes, tal y como pretendía el Gobierno, es injusto e inmoral. No en vano, reclaman para sí el mismo trato concedido por el Estado a los bancos, privatizar las ganancias y socializar las pérdidas con el dinero del resto de españoles, lo cual es absolutamente condenable.

No hay comentarios:

Publicar un comentario