El poder del brasero
Laura Casado Domech
¿Alguna vez ha sucumbido a la irremediable droga de una mesa camilla?
¿Quiere saber por qué y cómo surgió? Madrilánea se sumerge en Navidad en
las casas andaluzas y extremeñas para no dejarle «en ascuas»
Denme el brasero español, típico y
primitivo; con su sencilla caja, o tarima; su blanca ceniza, y sus
encendidas ascuas, su badil excitante, y su tapa protectora; denme su
calor suave y silencioso, su centro convergente de sociedad, su
acompañamiento circular de manos y pies. Denme la franqueza y bienestar
que influye con su calor moderado, la igualdad con que lo distribuye: y
si es entre dos luces, denme el tranquilo resplandor ígneo que expelen
sus ascuas, haciendo reflejar dulcemente el brillo de unos ojos árabes,
la blancura de una tez oriental. Ramón de Mesonero Romanos
Poco más queda por decir después de las
ilustrativas palabras de este genial escritor madrileño. Aunque el
primer ejemplar fue encontrado en Irán, el brasero español ciertamente es típico y primitivo.
Tanto que los emperadores romanos ya hacían buen uso de él y la
mismísima Alhambra solía calentar sus dependencias con el calor de las
ascuas. Lo que comenzó siendo un objeto religioso ha acabado por ser «el
abc» de los hogares del sur de España. No hay prácticamente familia
que no disponga de una mesa camilla en la que desaparecer durante una
tarde entera.
Está todo inventado
Ya los íberos del siglo VII antes de
Cristo fueron ingeniosos y, cansados de la archiconocida hoguera,
decidieron innovar. Los hay de bronce y plata,
cuadrados o redondos, apoyados en patas de animales o en ostentosos
trípodes adornados con relieve. Pero en todas sus formas, su cálido
resplandor siempre ha sido fuente inagotable de las más animadas charlas
a lo largo de la historia.
En el siglo XVI los braseros eran bajos,
de pie y situados en los centros de las reuniones. Allí donde estaban,
prendían la chispa de un tema interesante. Su poder de atracción y su
fuente inagotable de sociabilidad ya eran indispensables en todos los
hogares.
Su uso fue tan extendido que llegó a ser un signo de distinción
en las casas. Como la plata era un símbolo indiscutible de riqueza, los
braseros de este material causaron verdadero furor, tanto que el rey
decidió prohibirlos por ley: «Mandamos que de aquí en adelante no se
pueda labrar en estos nuestros reinos brasero ni bufete alguno, de
plata, de ninguna hechura que sea» (Recop. lib. 7, tit. 12, 1. 2). Por
eso se comenzaron a hacer de bronce.
¿Pintoresca costumbre o necesidad imperiosa?
No se sabe si es su forma redonda, su calor cautivador, la sensación de estar en el Nirvana o la excusa para perder el tiempo. Pero el brasero atrapa.
Hoy en día no se espera levantar la mesa
camilla y encontrar un brasero de plata. No están los tiempos para eso;
pero a pesar de calefacciones centrales, radiadores último modelo y
chimeneas castizas, el brasero sigue arrasando.
Los pies son las zonas del cuerpo que
más perciben los cambios de temperatura, de ahí la idea de aprovechar
las ascuas de una chimenea para mantenerlos calientes. Es cierto que
prácticamente nadie se encontrará hoy en día en la escena romántica de
un brasero al uso. Hoy se enchufan. Pero siguen teniendo un valor social
fundamental. ¿Por qué? Porque son redondos.
Sí, el brasero es circular y como círculo no tiene fin.
Caben tantas personas como apretado se quiera estar y para no
levantarse siempre hay algún aventurado que saca tema de conversación y
retiene cual imán a los demás, que tampoco oponen mucha resistencia.
La chimenea solo calienta a los privilegiados
que caben a su alrededor. Las estufas o calefacciones son directamente
egoístas, satisfaciendo a la persona que permanece cual lapa a su vera.
En cambio el brasero es generoso a partes iguales. Es caldo de cultivo de reuniones y foco de irremediable atracción de personas. Se mantiene solo, no necesita supervisión y no huele.
Si el frío entra por los pies y el calor sale por la cabeza, ¿hay alguna forma mejor de mantenernos calientes?
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