Censura lésbica
Aníbal Malvar
En mi estolidez malpensante, en principio pensé que los redactores del telediario habían sufrido un arrebato autocensor de inspiración roucovareliana. Mas no. Eso no puede ocurrir en un país del primer mundo, con billete solo de ida hacia el tercero, y de constitución laica. Lo que le ocurrió a los redactores de TVE es que esa mañana se habían leído La Gaceta.
Este marqués de Bradomín inverso –guapo, católico y poco sentimental– antes era profesor de español en Francia, pero ahora está de excedencia porque se dedica a dar charlas remuneradas para difundir su credo en colegios católicos y orgías de incienso y mirra: “Todo está muy claro: no estoy convencido de que la pareja homosexual sea lo mejor que le puede ocurrir a uno que se siente homosexual de forma duradera. A día de hoy, no me he topado con uniones homosexuales que de verdad sean sólidas, resplandecientes y satisfactorias a largo plazo. Por eso he elegido vivir la continencia, es decir, entregar mi homosexualidad a Jesucristo y a su Iglesia”.
La manipulación es mejor informadora que el silencio. Porque el silencio no nos deja ni margen para descreer. Y estamos hablando de una televisión pública, que a mí me cuesta una pasta, no sé al lector. Que La Gaceta, con las contradicciones, o no, de su casto homosexual purpurado, me diga más verdad que el silencio de mi tele, me duele un poco por el antifonario (lo siento, pero la expresión es propia del campo semántico de este artículo).
La noticia, creo en mi cortedad, es que una actriz del siglo XXI, nacida en la cuna de las libertades, tenga que esperar 50 años y un acto público para seguir avergonzándose de ser lesbiana. Para balbucear “soy lesbiana” mientras recoge uno de los reconocimientos más importantes del chiringuito de su arte.
Somos australopitecos, en esto del sexo que sobrepasa la postura del misionero. Si yo, en este artículo, le llamo a alguien maricón, o lesbiana, o bisexual, o chupapollas, o bollera, me pueden demandar por muchas cosas. La libertad la tendremos cuando los verdaderos insultos, los insultos irreversibles, sean manipulador, censor o silencioso. Sobre todo silencioso, que ni te deja baza al conocimiento o a la réplica. Como esa TVE que pago, me calla cosas y no es mía.
El día en que las palabras maricón, lesbiana, chupapollas, bollera, julandrón, tortilla, gay, comecoños o puta no se consideren insultos, sino opciones orgullosas de vida, serán por fin sinónimos de la hoy casi impronunciable palabra libertad.
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