EDITORIAL
El presidente del Gobierno compareció ayer ante los dirigentes de su partido para negar enfáticamente que hubiera recibido o hecho pagos en dinero negro y defender su honradez. No nos cabe duda de su sinceridad, y estamos seguros de que esta impresión es extensible a muchos ciudadanos, le hayan votado o no en las elecciones. Pero no es este el problema que preocupa a la opinión pública española, sino las evidencias de la fortuna acumulada por el ex tesorero del PP fuera del alcance del fisco español, las conexiones de Luis Bárcenas con la trama Gürtel, en la que numerosos cargos públicos elegidos bajo esas siglas han sido imputados por corrupción, y las informaciones que por parte de personas y sectores afines al propio PP se han hecho en el sentido de que durante años hubo pagos irregulares a la cúpula del partido.
Se sabe que el sistema de pagos y la contabilidad que el tesorero Bárcenas ejecutaba, de acuerdo con prácticas casi históricas en la formación, terminó precisamente por decisión de la secretaria general, María Dolores de Cospedal, y del propio Mariano Rajoy, por lo que es relativamente incomprensible el atrincheramiento del partido frente a las informaciones que ahora aparecen cuando fueron precisamente sus dos principales dirigentes actuales quienes decidieron acabar con las sospechas de irregularidades que el descubrimiento de tramas corruptas, como Gürtel, iban poniendo de relieve.
Las promesas de transparencia que el presidente hizo, incluida la difusión de sus declaraciones de renta y patrimonio (en parte ya conocidas), deben ser valoradas positivamente. Pero no puede admitirse que esta transparencia haya sido norma general en el partido después de tantos episodios, que comenzaron ya con las malas prácticas de su primer tesorero, Rosendo Naseiro: baste recordar la condena del expresidente de Baleares y exministro de Aznar, Jaume Matas, el encarcelamiento de Correa y las imputaciones a alcaldes y concejales del PP por cohecho y fraude.
Una debilidad fundamental
La argumentación sobre la nitidez de las cuentas adolece además de una debilidad fundamental: la sombra permanente de Luis Bárcenas, quien compartió una veintena de años los secretos financieros de la sede central del partido. Puede ser cierto que los 22 millones de euros acumulados por el extesorero en una cuenta suiza son ajenos a la formación política, pero de lo que ya no cabe duda es que el gerente y tesorero de la misma era un multimillonario defraudador de Hacienda ahora amnistiado precisamente por el Gobierno de un partido cuyas cuentas él gestionó durante tantos años.
Corresponde a la justicia determinar el origen de la fortuna de Bárcenas y establecer la veracidad de sus anotaciones contables. Los dirigentes del PP tienen en cambio que explicar a sus votantes y a la opinión pública en general cómo es posible que hayan entregado durante décadas su confianza a un delincuente fiscal que ha gozado de facilidades prestadas por el partido (despacho, coche, servicios de secretaria), incluso después de su expulsión y en medio de serias sospechas de corrupción. Está visto que políticamente resulta difícil desvincularse de un dirigente que se enriqueció en un despacho cercano.
Se equivoca por lo demás el presidente del Gobierno si, tras la comparecencia de ayer, considera que los ciudadanos aceptarán las explicaciones de que las revelaciones de las últimas semanas responden a una conspiración contra su partido o su persona. La justicia dirá lo que corresponda sobre los comportamientos del pasado. Pero la política debe mirar al presente y al futuro y aquí estamos hablando de democracia. No de una democracia a medias, en la que las instituciones se ven limitadas por poderes fácticos y oscuras fuerzas, sino de un país europeo, con dirigentes (en el poder y en la oposición) por encima de cualquier sospecha.
Indignación ciudadana
Es normal que ante los casos destapados (y no es menor el que afecta a la actual ministra de Sanidad, acusada formalmente por la policía de recibir favores de una trama criminal) los ciudadanos muestren su indignación, atizada por una crisis financiera provocada entre otras cosas por la burbuja inmobiliaria que alimentó las corrupciones políticas. Resulta por ello imprescindible un programa de regeneración democrática, que incluya el rearme legal y moral de nuestras instituciones, y cuyo liderazgo no puede asumir en solitario ninguna de las fuerzas políticas existentes cuando la gran mayoría de ellas son víctimas de la sospecha.
La clase política, ya bajo mínimos en el aprecio ciudadano, como muestran todas las encuestas, tiene que ser consciente de ello, y mucho más tratándose de quien ejerce el poder. Parapetarse ante las críticas, desconocer la realidad, no atender a las justificadas protestas de la calle, es un ejercicio que solo conduce a la frustración y a la melancolía.
Rajoy no quiso ayer responder a las preguntas de los periodistas. Mala decisión. Aún peor resultaría que el presidente no quiera someterse a un debate urgente y en regla en el Parlamento. El ninguneo al que este se encuentra sometido mediante el uso y el abuso de los decretos leyes por parte del Gobierno puede convertirse en una enfermedad letal para nuestro sistema político vigente.
Es preciso debatir el caso Bárcenas y el caso Gürtel. Pero no solo eso, pues ni siquiera estamos solo ante un problema exclusivo del PP: también aparece CiU en el centro de otras sospechas, como antes lo estuvo el PSOE o IU en el caso de los ERE de Andalucía. Por eso victimismos como el exhibido ayer no valdrán para recuperar la credibilidad, aunque puedan contribuir a cerrar filas en el partido.
La urgencia del debate
Resulta imprescindible un programa de rearme moral y legal de nuestras instituciones
El País
El presidente del Gobierno compareció ayer ante los dirigentes de su partido para negar enfáticamente que hubiera recibido o hecho pagos en dinero negro y defender su honradez. No nos cabe duda de su sinceridad, y estamos seguros de que esta impresión es extensible a muchos ciudadanos, le hayan votado o no en las elecciones. Pero no es este el problema que preocupa a la opinión pública española, sino las evidencias de la fortuna acumulada por el ex tesorero del PP fuera del alcance del fisco español, las conexiones de Luis Bárcenas con la trama Gürtel, en la que numerosos cargos públicos elegidos bajo esas siglas han sido imputados por corrupción, y las informaciones que por parte de personas y sectores afines al propio PP se han hecho en el sentido de que durante años hubo pagos irregulares a la cúpula del partido.
Se sabe que el sistema de pagos y la contabilidad que el tesorero Bárcenas ejecutaba, de acuerdo con prácticas casi históricas en la formación, terminó precisamente por decisión de la secretaria general, María Dolores de Cospedal, y del propio Mariano Rajoy, por lo que es relativamente incomprensible el atrincheramiento del partido frente a las informaciones que ahora aparecen cuando fueron precisamente sus dos principales dirigentes actuales quienes decidieron acabar con las sospechas de irregularidades que el descubrimiento de tramas corruptas, como Gürtel, iban poniendo de relieve.
Las promesas de transparencia que el presidente hizo, incluida la difusión de sus declaraciones de renta y patrimonio (en parte ya conocidas), deben ser valoradas positivamente. Pero no puede admitirse que esta transparencia haya sido norma general en el partido después de tantos episodios, que comenzaron ya con las malas prácticas de su primer tesorero, Rosendo Naseiro: baste recordar la condena del expresidente de Baleares y exministro de Aznar, Jaume Matas, el encarcelamiento de Correa y las imputaciones a alcaldes y concejales del PP por cohecho y fraude.
Una debilidad fundamental
La argumentación sobre la nitidez de las cuentas adolece además de una debilidad fundamental: la sombra permanente de Luis Bárcenas, quien compartió una veintena de años los secretos financieros de la sede central del partido. Puede ser cierto que los 22 millones de euros acumulados por el extesorero en una cuenta suiza son ajenos a la formación política, pero de lo que ya no cabe duda es que el gerente y tesorero de la misma era un multimillonario defraudador de Hacienda ahora amnistiado precisamente por el Gobierno de un partido cuyas cuentas él gestionó durante tantos años.
Corresponde a la justicia determinar el origen de la fortuna de Bárcenas y establecer la veracidad de sus anotaciones contables. Los dirigentes del PP tienen en cambio que explicar a sus votantes y a la opinión pública en general cómo es posible que hayan entregado durante décadas su confianza a un delincuente fiscal que ha gozado de facilidades prestadas por el partido (despacho, coche, servicios de secretaria), incluso después de su expulsión y en medio de serias sospechas de corrupción. Está visto que políticamente resulta difícil desvincularse de un dirigente que se enriqueció en un despacho cercano.
Se equivoca por lo demás el presidente del Gobierno si, tras la comparecencia de ayer, considera que los ciudadanos aceptarán las explicaciones de que las revelaciones de las últimas semanas responden a una conspiración contra su partido o su persona. La justicia dirá lo que corresponda sobre los comportamientos del pasado. Pero la política debe mirar al presente y al futuro y aquí estamos hablando de democracia. No de una democracia a medias, en la que las instituciones se ven limitadas por poderes fácticos y oscuras fuerzas, sino de un país europeo, con dirigentes (en el poder y en la oposición) por encima de cualquier sospecha.
Indignación ciudadana
Es normal que ante los casos destapados (y no es menor el que afecta a la actual ministra de Sanidad, acusada formalmente por la policía de recibir favores de una trama criminal) los ciudadanos muestren su indignación, atizada por una crisis financiera provocada entre otras cosas por la burbuja inmobiliaria que alimentó las corrupciones políticas. Resulta por ello imprescindible un programa de regeneración democrática, que incluya el rearme legal y moral de nuestras instituciones, y cuyo liderazgo no puede asumir en solitario ninguna de las fuerzas políticas existentes cuando la gran mayoría de ellas son víctimas de la sospecha.
La clase política, ya bajo mínimos en el aprecio ciudadano, como muestran todas las encuestas, tiene que ser consciente de ello, y mucho más tratándose de quien ejerce el poder. Parapetarse ante las críticas, desconocer la realidad, no atender a las justificadas protestas de la calle, es un ejercicio que solo conduce a la frustración y a la melancolía.
Rajoy no quiso ayer responder a las preguntas de los periodistas. Mala decisión. Aún peor resultaría que el presidente no quiera someterse a un debate urgente y en regla en el Parlamento. El ninguneo al que este se encuentra sometido mediante el uso y el abuso de los decretos leyes por parte del Gobierno puede convertirse en una enfermedad letal para nuestro sistema político vigente.
Es preciso debatir el caso Bárcenas y el caso Gürtel. Pero no solo eso, pues ni siquiera estamos solo ante un problema exclusivo del PP: también aparece CiU en el centro de otras sospechas, como antes lo estuvo el PSOE o IU en el caso de los ERE de Andalucía. Por eso victimismos como el exhibido ayer no valdrán para recuperar la credibilidad, aunque puedan contribuir a cerrar filas en el partido.
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