domingo, 3 de febrero de 2013

El cáncer de la vida pública



La Casta

            La Pluma Afilada
            El peor cáncer de la vida pública española es, a ciencia cierta, la corrupción más que generalizada. No creo que quepa la menor duda a cualquiera que es así. Pero no hubiera hecho metástasis de modo tan lacerante de no haber sido en alianza con un buen número de políticos, de TODOS los colores, en su mayoría profesionalizados desde hace décadas y convertidos en los verdaderos parásitos de la sociedad española.
            Los escándalos a los que desde hace tiempo asistimos los ciudadanos como consternados testigos, con ramificaciones ya en ambientes tan impensables otrora como la familia del Rey, las grandes finanzas y hasta ciertos sectores eclesiales, seguramente no hubieran sido posibles sin las facilidades dadas por una marea de esos profesionales de la política a la que bien podríamos denominar LA CASTA.
            Porque es verdad que es en eso en lo que se han convertido muchos de los hombres que se dedican a la política en España, una casta con pocas virtudes e innumerables privilegios.
            Claro que no son todos y que aún descubrimos con satisfacción excepciones magníficas de personas que sirven al ciudadano con abnegación y desinterés por el lucro. Seguramente son los más y si no los notamos es porque realizan sus tareas lejos de los focos, concentrados en hacer lo que deben sin exhibirse impúdicamente como esos otros que amasan fortunas de modo oscuro, pelean por prebendas y cuando pueden, roban sin miramiento.
            Son estos últimos quienes se aúpan a los puestos de mayor relumbrón y quienes cortan el paso a los otros, probos y discretos servidores del pueblo.
            España, el conjunto de ella y cada una de las regiones que la componen, merece algo mejor que lo que hoy día tiene. Merece mucho más, a no ser que demos por buena esa manoseada frase de que cada nación tiene lo que se merece.
            Pero para erradicar esa plaga convertida en Casta, se precisa una acción de cirugía mayor y sin complejos. Una catarsis, como sostienen algunos, o una revolución, como claman miles de ciudadanos en calles y plazas, espoleados por la indignación que produce observar la rapiña y el lodazal organizado por los políticos carentes de escrúpulos.
            Difícilmente podrá superar España –o cualquier otra nación- el flagelo de la crisis, si confía la dirección de esa lucha a personajes de dudosa catadura, que no dudan en cercenar los derechos sociales y ciudadanos, mientras ellos se revuelcan en la basura de la corrupción y los privilegios.
            Bien dijo Lord Acton: El poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente.
            Por lo pronto no cabe otra que modificar a fondo –no basta con maquillarla- la ley electoral. Hay que abrir la puerta a que el ciudadano elija a sus representantes más cercanos, para luego poder exigirles. Puesto que los diputados o concejales no pueden ser eslabones de una cadena que es controlada desde sedes partidistas, y en cambio deben ser personas cercanas a las preocupaciones y necesidades de quienes votan por ellos. La cercanía al elector es imperativa. Las listas abiertas y la representación por pequeñas circunscripciones, son la clave.
            ¿A quién sorprende que, pongamos por caso el denostado Luis Bárcenas fuese senador por una región (Cantabria), en la que ni siquiera era conocido? Mientras en este bipartidismo imperfecto las decisiones se tomen en Génova o Ferraz, en vez de emanar directamente de los representados, todos las plagas bíblicas seguirán cayendo una tras otra sobre los vasallos del faraón de turno.
            Del mismo modo –y seguramente así lo han comprendido los ciudadanos británicos- si Europa no se convierte en una verdadera unidad, con todos los instrumentos que la vertebren, y en cambio sigue siendo poco más que un club de negocios, no podemos aceptar imposiciones o regulaciones que vayan en contra del interés y la calidad de vida de nuestros nacionales. Europa hoy no es más que una pugna entre nacionalidades, en la que el euro es un instrumento para los más poderosos.
            Porque hoy, aquella Europa que soñaron los padres fundadores del engendro que hoy conocemos, no existe. En su lugar, lo que tenemos es un fracaso estrepitoso, comandado por un país (Alemania) que siempre aspiró a la hegemonía y condujo a este continente y al mundo entero a dos siniestras hecatombes. Un esperpento que cuesta mucho dinero al ciudadano (a todos los ciudadanos europeos), puesto en manos de marrulleros políticos como Barroso, Van Rompuy y alguna otra gloria de la Casta a la que va dirigida este artículo.
            Acaso sea preciso que, del mismo modo que se hizo el harakiri, aquella otra Casta del franquismo tras la muerte del dictador, se lo haga ahora esta generación de dudosos personajes, algunos de los cuales se han iniciado en el politiqueo en las juventudes partidistas para seguir después pugnando por una poltrona, sin haber ejercido jamás oficio u ocupación alguna. Y que conste que seguimos aludiendo a personajes de todas las facciones y no de una en concreto.
            La profesionalización de los políticos es, sin lugar a dudas, el germen de la situación que vivimos. Y por eso hay que acabar con ella a toda costa. No cabe otro remedio. Y a todos los niveles, desde el modesto concejal (cuando pertenece a la Casta es poco modesto), al presidente de turno.
            Seguramente, el 80 por ciento de los actuales políticos profesionales deberían ser desterrados del ejercicio de la representación ciudadana sin muchas contemplaciones. Y ello, a riesgo de perder algunos buenos gestores.
            A cambio, España ganaría una generación fresca de representantes que deberían comenzar por redactar una Constitución, sobre las cenizas de la existente, en la que se ponga el mayor empeño en evitar aquellos mecanismos que corrompen. Por ejemplo, la larga permanencia en el poder y sus aledaños. Ya hay experiencias a nivel local, alcaldes elegidos en candidaturas apegadas a sus pueblos, que a sus conciudadanos agradan con su cercanía.
            Si queremos liquidar la actual plutocracia, disfrazada de democracia, hay que poner muchas barreras a los abusos de los partidos. Porque aunque se reconozca que sirven para fomentar ideologías y proyectos, no pueden acabar siendo la cantera de la corrupción y el abuso. Hoy por hoy, lo que menos hacen los partidos es generar ideas o ideologías. Están más ocupados en atesorar poder y dinero. Y los paganos de sus desmanes no son otros que los ciudadanos.
            Porque, por encima de todo, lo que no se puede permitir es que sigamos manteniendo en la vida pública un régimen de castas, en el que la casta hegemónica la componen quienes se sirven de aquellos a los que debieran servir con honestidad y dedicación. Al menos ese es el aire que se respira en las calles de la indignación.

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