La Casta
La Pluma
Afilada
El peor
cáncer de la vida pública española es, a ciencia cierta, la corrupción más que
generalizada. No creo que quepa la menor duda a cualquiera que es así. Pero no
hubiera hecho metástasis de modo tan lacerante de no haber sido en alianza con
un buen número de políticos, de TODOS
los colores, en su mayoría profesionalizados desde hace décadas y convertidos
en los verdaderos parásitos de la sociedad española.
Los
escándalos a los que desde hace tiempo asistimos los ciudadanos como
consternados testigos, con ramificaciones ya en ambientes tan impensables
otrora como la familia del Rey, las grandes finanzas y hasta ciertos sectores
eclesiales, seguramente no hubieran sido posibles sin las facilidades dadas por
una marea de esos profesionales de la política a la que bien podríamos
denominar LA CASTA.
Porque es
verdad que es en eso en lo que se han convertido muchos de los hombres que se
dedican a la política en España, una casta con pocas virtudes e innumerables
privilegios.
Claro que
no son todos y que aún descubrimos con satisfacción excepciones magníficas de
personas que sirven al ciudadano con abnegación y desinterés por el lucro. Seguramente
son los más y si no los notamos es porque realizan sus tareas lejos de los
focos, concentrados en hacer lo que deben sin exhibirse impúdicamente como esos
otros que amasan fortunas de modo oscuro, pelean por prebendas y cuando pueden,
roban sin miramiento.
Son estos
últimos quienes se aúpan a los puestos de mayor relumbrón y quienes cortan el
paso a los otros, probos y discretos servidores del pueblo.
España, el
conjunto de ella y cada una de las regiones que la componen, merece algo mejor
que lo que hoy día tiene. Merece mucho más, a no ser que demos por buena esa
manoseada frase de que cada nación tiene lo que se merece.
Pero para
erradicar esa plaga convertida en Casta, se precisa una acción de cirugía mayor
y sin complejos. Una catarsis, como sostienen algunos, o una revolución, como
claman miles de ciudadanos en calles y plazas, espoleados por la indignación
que produce observar la rapiña y el lodazal organizado por los políticos
carentes de escrúpulos.
Difícilmente
podrá superar España –o cualquier otra nación- el flagelo de la crisis, si
confía la dirección de esa lucha a personajes de dudosa catadura, que no dudan
en cercenar los derechos sociales y ciudadanos, mientras ellos se revuelcan en
la basura de la corrupción y los privilegios.
Bien dijo
Lord Acton: El poder tiende a corromper y el poder
absoluto corrompe absolutamente.
Por lo
pronto no cabe otra que modificar a fondo –no basta con maquillarla- la ley
electoral. Hay que abrir la puerta a que el ciudadano elija a sus
representantes más cercanos, para luego poder exigirles. Puesto que los
diputados o concejales no pueden ser eslabones de una cadena que es controlada
desde sedes partidistas, y en cambio deben ser personas cercanas a las
preocupaciones y necesidades de quienes votan por ellos. La cercanía al elector
es imperativa. Las listas abiertas y la representación por pequeñas
circunscripciones, son la clave.
¿A quién
sorprende que, pongamos por caso el denostado Luis Bárcenas fuese senador por una
región (Cantabria), en la que ni siquiera era conocido? Mientras en este
bipartidismo imperfecto las decisiones se tomen en Génova o Ferraz, en vez de
emanar directamente de los representados, todos las plagas bíblicas seguirán
cayendo una tras otra sobre los vasallos del faraón de turno.
Del mismo
modo –y seguramente así lo han comprendido los ciudadanos británicos- si Europa
no se convierte en una verdadera unidad, con todos los instrumentos que la
vertebren, y en cambio sigue siendo poco más que un club de negocios, no
podemos aceptar imposiciones o regulaciones que vayan en contra del interés y
la calidad de vida de nuestros nacionales. Europa hoy no es más que una pugna
entre nacionalidades, en la que el euro es un instrumento para los más
poderosos.
Porque hoy,
aquella Europa que soñaron los padres fundadores del engendro que hoy
conocemos, no existe. En su lugar, lo que tenemos es un fracaso estrepitoso,
comandado por un país (Alemania) que siempre aspiró a la hegemonía y condujo a
este continente y al mundo entero a dos siniestras hecatombes. Un esperpento
que cuesta mucho dinero al ciudadano (a todos los ciudadanos europeos), puesto
en manos de marrulleros políticos como Barroso, Van Rompuy y alguna otra gloria
de la Casta a la que va dirigida este artículo.
Acaso sea
preciso que, del mismo modo que se hizo el harakiri, aquella otra Casta del
franquismo tras la muerte del dictador, se lo haga ahora esta generación de
dudosos personajes, algunos de los cuales se han iniciado en el politiqueo en
las juventudes partidistas para seguir después pugnando por una poltrona, sin
haber ejercido jamás oficio u ocupación alguna. Y que conste que seguimos
aludiendo a personajes de todas las facciones y no de una en concreto.
La
profesionalización de los políticos es, sin lugar a dudas, el germen de la
situación que vivimos. Y por eso hay que acabar con ella a toda costa. No cabe
otro remedio. Y a todos los niveles, desde el modesto concejal (cuando
pertenece a la Casta es poco modesto), al presidente de turno.
Seguramente,
el 80 por ciento de los actuales políticos profesionales deberían ser
desterrados del ejercicio de la representación ciudadana sin muchas
contemplaciones. Y ello, a riesgo de perder algunos buenos gestores.
A cambio,
España ganaría una generación fresca de representantes que deberían comenzar
por redactar una Constitución, sobre las cenizas de la existente, en la que se
ponga el mayor empeño en evitar aquellos mecanismos que corrompen. Por ejemplo,
la larga permanencia en el poder y sus aledaños. Ya hay experiencias a nivel
local, alcaldes elegidos en candidaturas apegadas a sus pueblos, que a sus
conciudadanos agradan con su cercanía.
Si queremos
liquidar la actual plutocracia, disfrazada de democracia, hay que poner muchas
barreras a los abusos de los partidos. Porque aunque se reconozca que sirven
para fomentar ideologías y proyectos, no pueden acabar siendo la cantera de la
corrupción y el abuso. Hoy por hoy, lo que menos hacen los partidos es generar
ideas o ideologías. Están más ocupados en atesorar poder y dinero. Y los paganos
de sus desmanes no son otros que los ciudadanos.
Porque, por
encima de todo, lo que no se puede permitir es que sigamos manteniendo en la
vida pública un régimen de castas, en el que la casta hegemónica la componen
quienes se sirven de aquellos a los que debieran servir con honestidad y
dedicación. Al menos ese es el aire que se respira en las calles de la
indignación.
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