El crepúsculo de los caciques
La investigación a Baltar inicia el declive de una generación de políticos del PP que ha gobernado Galicia practicando el nepotismo
El hombre de los billetes de 50 era José Luis Baltar, el presidente de la Diputación y del PP de Ourense durante 22 años, ganador por mayoría absoluta de 38 elecciones. El político está retirado ahora y es acusado de prevaricación por el fiscal jefe de Ourense, Florentino Delgado, que ha estimado una denuncia del PSdeG-PSOE presentada hace casi dos años por un delito continuado de prevaricación en la contratación de personal. Y todo por haber presuntamente enchufado en la Diputación a 115 personas, para asegurar que la organización provincial del partido y la institución quedasen en buenas manos, en las de su hijo, Manuel Baltar, quien ahora ocupa ambos cargos.
Y es que José Luis Baltar conocía la importancia de los tanatorios. En el rural gallego, con una de las poblaciones más envejecidas del mundo, han sustituido como ágora social a las iglesias, a las ferias y a las fiestas. Y Baltar era un asiduo de los funerales y de los entierros, la mayor muestra de respeto y solidaridad para un gallego. Aunque se produzcan en la otra punta de la provincia. Nació en 1940 en Esgos, tierra de afiladores trotamundos y de bosques colgados sobre el Sil, de una familia humilde. Para ganarse la vida y pagarse los estudios de Magisterio, fue viajante de piensos y cobrador de coche de línea. Actividades idóneas para practicar sus dos virtudes sociales: el don y el conocimiento de gentes.
Consiguió plaza de maestro en Luíntra, una aldea de la vecina Nogueira de Ramuín. Y llamó la atención de Eulogio López Franqueira, el promotor de las cooperativas Coren, —entonces y ahora la primera empresa de la provincia— y de UCD y de Centristas de Galicia. Baltar fue el primer alcalde democrático de Nogueira de Ramuín, y dicen que el hombre que la familia puso de guardia en la habitación de Franqueira cuando este tuvo una apoplejía, para evitar determinadas visitas. También dicen que cuando el entonces presidente de la Diputación orensana, Victorino Núñez, fue designado para presidir el Parlamento gallego, Baltar no era el elegido para ocupar y guardarle el puesto. Fueron su permeabilidad selectiva en la puerta de Franqueira y su capacidad de moverse las que lo promovieron al cargo. No lo devolvió. “Los favores no se deben eternamente”, recuerda el periodista Francisco Sarria que le dijo por entonces Baltar.
Los años en el poder no le hicieron perder ni el don de gentes ni el conocimiento. Su palabra favorita ante cualquier ruego o petición era “feito!” (¡hecho!), se hiciese después o no. Y le hacían muchos. Incluso había gente que iba a su despacho a contarle problemas médicos. Normalmente, todos salían con algo. Cuando el exvicepresidente de la Xunta, el nacionalista Anxo Quintana fue a verle con otro regidor, se sorprendió de que al despedirse sacó de pronto una pandereta y se la regaló a su acompañante. “Es una persona muy alegre, muy cariñoso y muy expansivo. Casi siempre dice la verdad y va de frente”, reconoce Sarria, una de sus pocas bestias negras en las redacciones.
Demasiado expansivo. Restringió lo de tocar el trombón en público porque al entonces presidente Aznar y a su círculo íntimo no les hacía ninguna gracia ver aquel aldeano contorsionándose con ritmo como si en vez de en un acto político estuviese en una banda funeraria en Nueva Orleáns. También es un hombre de prontos, y por eso, pese a haber sido propietario del CD Ourense (una de las cosas por las que en su día fue denunciado a Anticorrupción), dejó de aparecer por el estadio. Él mismo contaba que en un partido en Nogueira de Ramuín, descontento de la actuación del árbitro, trabajador de la Diputación, le gritó: “¡Hoy mandas tú, pero mañana mando yo!”
No es raro que el árbitro fuese personal de la corporación provincial. La Diputación orensana tiene cerca de mil funcionarios o contratados, la segunda o tercera empresa de la provincia en personal, y la oposición lleva años denunciando que el acceso a esos puestos es, en muchos casos, un pago de favores, pasados, presentes o futuros. Alrededor de 400 de los 475 ediles del PP en la provincia trabajan o tienen familiares contratados en la institución. Con o sin contrato, la capacidad de atracción de Baltar roza lo mítico.
José Eugenio Galindo, miembro de la ejecutiva del PSdeG y portavoz de la testimonial oposición socialista al Baltar en Nogueira, pasó a ser su sucesor en la alcaldía (por el PP). Ahora es el muy puntilloso jefe de la asesoría jurídica de la corporación, a la que también se ha incorporado su hija. Dos meses antes de las últimas elecciones municipales, el PP presentó a un nuevo fichaje, Eladio Fernández. Hasta ese día, Fernández era el secretario provincial del PSOE de Ourense y portavoz del grupo socialista en la Diputación. Hace tiempo, miembros de la asociación cultural Alexandre Bóveda, ligada a la izquierda nacionalista, dieron una rueda de prensa ¡encapuchados! para denunciar el caciquismo de Baltar. Preguntado al día siguiente, el aludido, dijo: “Voy a tener que contar quiénes son estos pájaros”. Se acabó la asociación.
A todo esto, y pese a que el PP orensano nunca ha dejado de aportar su cuota de diputados, en realidad no es exactamente el PP. “Una especie de UPN aplicada a Ourense”, en palabras del politólogo Antón Losada. Pasó con UCD, Coalición Galega, Centristas de Galicia (fueron por libre en unas municipales cuando ya gobernaban con el PP). Y fuera de los rifirrafes habituales de las campañas electorales, las mayores y más reiteradas acusaciones de caciquismo que sufrieron los Baltar en los últimos años vinieron del PP de Núñez Feijóo en enero de 2010, cuando Manuel Baltar anunció su intención de suceder a su padre en la presidencia de la organización provincial del partido. Entre observadores enviados desde Génova como si en vez de Ourense fuese Kazajistán, Baltar hijo acabó ganando con el 62% de los votos al candidato oficial que apadrinaban Feijóo (que entró al acto por una puerta lateral, entre abucheos) y Rajoy. “No se puede excluir a nadie porque coincidan los apellidos”, se consoló el presidente de la Xunta. “Ha sido bueno que las cosas sigan exactamente igual”, sentenció Fraga.
Así que, a principios de este año, a muchos sorprendió que José Luis Baltar anunciase que dejaba la presidencia de la Diputación, pero a nadie que lo acabase sustituyendo su hijo, por mucho que el presidente saliente dijese que cualquiera de los diputados provinciales tenía las mismas posibilidades. “Veo normal que una persona se dedique a lo que le gusta. Y veo normal que lo haga si lo apoyan en las elecciones”, contestó Manuel Baltar a si consideraba normal la sucesión padre-hijo en una institución democrática. “Está en la Constitución, en el artículo 14, la no discriminación y la igualdad”.
Al norte de Ourense, el que rigió los destinos de la provincia y del PP de Lugo durante 24 años, Francisco Cacharro Pardo (Guarromán, Jaén, 1936) nunca tuvo veleidades centristas, a pesar de que su padre fue un maestro represaliado por socialista. Presidente provincial del partido desde que se tiene memoria, fue, con Abel Matutes, el único representante de AP en el Senado constituyente de 1977 (refugiados ambos en el Grupo Mixto) y allí se mantuvo hasta 2008. Llegó a la presidencia de la Diputación en 1983 y la dejó en 2007. Los contactos de Cacharro no fueron los compradores de pienso ni los usuarios del transporte público. Pedagogo e inspector de enseñanza, los nudos de su red fueron los maestros. Tenía, como Baltar, el control de todo lo que se movía en la provincia — "donde Cacharro no estaba, mandaba recado”—, dice uno de sus antiguos correligionarios, ahora distanciado. Tanto que, pese a sus trienios como fraguista, cuando don Manuel optó en 1989 a la presidencia de la Xunta, le impidió presentarse por su provincia natal, Lugo, y tuvo que hacerlo por A Coruña. También compartía con su colega orensano su capacidad de atraer contrarios. Su mano derecha en cuestiones de personal en la Diputación, el delegado de UGT, Pedro Luaces, había sido secretario general de la UPG, el partido marxista-leninista que fundó el BNG.
Al contrario que Baltar, Cacharro no es precisamente la alegría de la huerta, pero no carece de ironía. En 1999 Fraga le dio a elegir entre la presidencia del partido en Lugo y el acta de senador, y en 2007, le dijeron que no sería el candidato a la presidencia de la Diputación. El PP no conquistó la alcaldía de Lugo ni ninguna otra de relevancia y perdió la corporación provincial a manos de socialistas y nacionalistas. “Escuché que los resultados fueron un éxito, y que Núñez Feijoo los firmaba antes de las elecciones. No voy a ser yo quien les agüe la fiesta”, dijo cuando le pidieron su opinión.
La Diputación de Pontevedra, por el contrario, es la que más ha cambiado de manos (entre ellas pasó por las de Mariano Rajoy), y nunca de partido. El pontevedrés de esta historia de barones y de varones fuertes es Xosé Cuiña (Lalín, 1950-2007), que también ocupó el sillón provincial, poco más de dos años, pero suficientes para desalojar a los señoritos de la capital aupado por un sindicato (sic) de alcaldes rurales que él había creado. Lo dejó para ser el secretario general del PP de Galicia, mano derecha y eterno delfín de Manuel Fraga, responsable de Política Territorial en sus gobiernos. Cuiña intentó unificar aquellas baronías, hacer un partido único y ahondar en aquel galleguismo del que hacía gala el recién llegado presidente Fraga. Hasta el punto de que en una asamblea del PPdG en abril de 1991, defendió un galleguismo bien entendido “en la frontera de la autodeterminación”.
En el Monte Faro, en el centro geográfico de Galicia, organizó una especie de romería-Aberri Eguna al que acudían miles y miles de afiliados. Dicen que la gota que colmó el vaso fue cuando invitó a Aznar y a Rajoy y allí, entre calor, pulpo, polvo, gaitas, paisanos alegres y el tipo aquel del trombón, les entregó un carné ¡del Partido Popular de Galicia! “Su sueño hubiese sido tener 15 diputados en el Congreso, y formar un grupo parlamentario”, según su hijo, Rafael Cuiña. Rajoy logró su expulsión de la secretaría año y pico después, en 1999. No fue el único encontronazo con Génova.
A finales de 2002, cuando la marea negra del Prestige, Cuiña era partidario de que la Xunta gestionase la catástrofe y reaccionase políticamente, en lugar de acatar la orden del partido y del Gobierno de seguir las instrucciones del Ministerio de Fomento. Alguien filtró que una empresa familiar había vendido trajes y equipos anticontaminación. Según una comisión de investigación, lo habían hecho sin beneficio, pero Cuiña ya había sido destituido como conselleiro. El PP de Ourense reaccionó a favor de Cuiña y sus cinco diputados autonómicos, encabezados por Manuel Baltar, se encerraron en un piso mientras José Luis Baltar presionaba a Fraga. Un año después, se repitió la revuelta, a la que se sumó Francisco Cacharro, amenaza de escisión incluida. Retirado Fraga, Cuiña libró la última batalla, la de la sucesión. “Un gladiador muere en la arena”, dijo y fue casi premonitorio.
La perdió, en teoría contra Alberto Núñez Feijóo. En realidad, como todas las anteriores que libró contra el hombre-provincia que falta, José Manuel Romay Beccaría. Romay (Betanzos, 1934), el hombre de Madrid, es el único de los cuatro barones de Fraga que provenía del franquismo, en cuyo régimen fue secretario de Estado de Sanidad y subsecretario de Presidencia y de Gobernación. Un técnico eficaz y para todo.
Con la democracia, Romay volvió a Galicia para ser vicepresidente de la Xunta en 1982, presidente de la Diputación (lo había sido ya su padre antes de y durante el franquismo), conselleiro (Sanidad y después Agricultura), congresista, ministro de Sanidad con Aznar, presidente del Consejo de Estado, tesorero del PP en sustitución del caído Luis Bárcenas y ahora de nuevo Presidente del Consejo de Estado. Romay, discreto, alto, educado, abacial, gorra marina y loden verde, ha estado siempre para lo que haga falta.
La rivalidad entre Cuiña, el joven hecho a sí mismo, y Romay, el prestigioso abogado de familia de abolengo, fue no solo personal, sino de dos cosmovisiones, que una etiqueta consagró como “boinas” y “birretes”. Los “boinas” eran los que aseguraban los diputados. Los “birretes”, los que conectaban al partido con las clases urbanas y con Génova. No hay que olvidar que el PP ya había ganado elecciones en Galicia, pero Fraga llegó a la presidencia por un diputado (y unas sacas de votos de Venezuela fuera de plazo) y las ciudades en general siempre tuvieron Gobiernos del PSOE o PSdeG-BNG. Hasta las anteriores municipales, el PP sólo gobernaba un par de villas mayores de 20.000 habitantes.
Baltar padre siempre se reconoció como un cacique, aunque un cacique “bueno”. Algo que Baltar hijo niega, con el argumento de que "”a mayor época de caciquismo en Galicia fue la del Gobierno bipartito” (el de coalición PSdeG-BNG de 2004 a 2008). “Mi padre sí organizó a los alcaldes, pero los hizo conscientes de su fuerza”, dice Rafael Cuiña. “Estuvo poco tiempo en la Diputación para tener un poder territorial y para ser un cacique, enseguida fue secretario general”. “Romay era y es un cacique de libro, por mucho que lea a Karl Popper siempre recibió y organizó alcaldes. El caso de Cuiña es más complicado, nunca tuvo una base territorial, y tenía una visión más ideológica, un galleguismo que lo apartó de esa figura”, analiza Antón Losada. En el caso de Francisco Cacharro, parece que no hay dudas.
En definitiva, ¿qué es un cacique? Ramón Máiz,
catedrático de Ciencia Política en Compostela, a quien todos señalan
como experto en el tema, prefiere hablar de redes clientelares,
“aquellas en que se intercambian directamente votos por favores, un
mecanismo elemental y destructor de la política, porque lo importante es
tener amigos, porque los derechos se distribuyen como favores. Las
relaciones son verticales: se confía en el político y se desconfía de
los ciudadanos, que son competidores por esos favores. No solo pasa en
ámbitos rurales, también en los barrios italianos o irlandeses de
Chicago, o en los de Buenos Aires”.
“Es difícil distinguir entre un agente electoral
influyente propio de una democracia avanzada, y la presión ilícita
característica de una democracia atrasada”, considera Xosé Luis
Barreiro, artífice de los éxitos de la Alianza Popular que acabó con
UCD, y también del gobierno tripartito que derribó a AP y provocó el
desembarco de Fraga. “Pero si alguien lleva muchos años gobernando es
que no lo hace mal. En Ourense, casi un tercio de los votos están en la
capital, y si le sumamos villas como O Barco, Carballiño, donde no todos
son esos analfabetos de los reportajes, habrá que concluir que algo le
verán a Baltar para que le voten”, afirma Barreiro, apartado años ha de
la política práctica, pero no de la teórica, porque es profesor en la
facultad que imparte esa ciencia en la Universidad de Santiago. “El
votante rural es tan o mucho más consciente de su opción que el votante
urbano. En Galicia no hay Gürtel, ni casos Liceo, ni familias que llevan
siglo y medio en una institución, o partidos que se disuelven porque
todos sus dirigentes están condenados por corrupción”, sentencia.
¿Por qué, entonces, se asocia el concepto con Galicia?
“Por la misma razón que la gente dice que aquí se come bien y no van al
País Vasco, o por la que se cree que un panadero de Madrid es más listo
que uno de Boimorto”, enjuicia Barreiro. “El caciquismo jugó un papel
fundamental en la modernización de Galicia, fue un mecanismo de
autodefensa en un momento en que se desconocía el funcionamiento de algo
completamente ajeno como era el estado. Si el cacique gallego es un
símbolo es porque el agrarismo y el nacionalismo lo incorporaron a su
discurso político y al imaginario cultural como sus enemigos”, asegura
Antón Losada.
El caciquismo o, si lo prefieren, las redes clientelares,
“no tienen que incurrir en la corrupción, pero están en el límite,
porque llevar las políticas públicas a los intereses particulares
desdibuja las fronteras y los recursos”, dice Máiz. Todos los políticos
mencionados –menos Romay- han sido objeto de investigaciones
periodísticas o judiciales, que, como la anterior de Anticorrupción a
José Luis Baltar, han quedado en nada. A todos –menos a Romay- se los ha
cargado, o intentado cargar, el propio partido, algo que Xosé Luis
Barreiro califica como “una renovación controlada”. No habrá otros como
ellos, cree Losada, “porque la sociedad que los creó ya no existe”.
Curiosamente, sus hijos han seguido la senda política. Ninguno de los
cinco de Romay, pero sí sus discípulos aventajados que han crecido a su
sombra: el alcalde de A Coruña, Carlos Negreira, Alberto Núñez Feijóo,
Mariano Rajoy… Rafael Cuiña abandonó el PP y ahora es uno de los líderes
de Compromiso por Galicia, un partido nacionalista socialdemócrata.
Francisco Cacharro Gosende pasó del PP a UPyD y, desde hace dos años, es
secretario general del Partido de la Libertad Individual, formación que
propugna la reducción del Estado (cargo que compatibiliza con su
ocupación laboral como secretario general de la hipertrofiada Diputación
de Ourense). Manuel Baltar, como ya es sabido, ha sucedido a su padre,
pese al consejo paterno de no dedicarse a la política, “porque me gusta
desde siempre, y los consejos son para seguirlos o no”.El 27 de enero pasado, cuando renunció a la presidencia de la Diputación, y después de los vítores, los abrazos, los flashes y las lágrimas, José Luis Baltar se alejaba por las calles de piedra, un cámara que le seguía le preguntó si se iba odiando a alguien. “A nadie”, se volvió. “¿Ni a Cristina Huete?” [la periodista de EL PAIS que durante años ha informado sobre él]. “No, ella hacía su trabajo y yo el mío”, respondió antes de seguir su camino. A los dos pasos, Baltar recapacitó. "Sí, a alguien. A Jiménez" [Juan Manuel Jiménez, el alcalde de Verín que se enfrentó a su hijo por la presidencia del PP].
— ¡Ah, la familia!
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