LA CALLE ROMPE LAS COSTURAS DEL SISTEMA
Lo
ocurrido en el Congreso de los Diputados con ocasión del debate sobre
la iniciativa popular sobre los desahucios, avalada por casi un millón y
medio de firmas, no debe liquidarse con la anécdota de una orden de
expulsión de la tribuna de invitados a unos jóvenes airados…que acababan
de conseguir una revolucionaria victoria política. El presidente del
Congreso defendió las formas, pero tanto él como la mayoría de los
diputados presentes, tanto los que callaban como los que aplaudían o
protestaban eran conscientes de que se había abierto una nueva era
parlamentaria. Porque no había sido el dialogo interpartidario, las
habituales conversaciones entre los líderes de las distintas
formaciones, lo que había obligado al Partido Popular a sorprender con
el decaimiento de su postura y renunciar al rodillo mayoritario. Había
sido la voz de la calle, el ruido que llegaba desde la Carrera de San
Jerónimo, y el impacto de las últimas noticias sobre suicidios, lo que
alertó de las consecuencias de un empecinamiento, y de la necesidad de
abrir una válvula de escape a imparable irritación social.La corrupción agrava el malestar, porque hace insoportable la aceptación de cualquier receta de austeridad cuando quien la firma realiza una declaración de bienes en la que refleja, como el propio presidente del Gobierno, que se subía el sueldo escandalosamente mientras predicaba la contención salarial. Los despedidos con arreglo a la reforma laboral se indignan con la “doctrina Floriano” aplicada al caso Sepúlveda. Y es el ruido de la calle, el clamor popular, lo que de nuevo hace que se produzca una rectificación, aunque, por la falta de credibilidad de los políticos, la gente dé por hecho que ya se encontrará alguna forma de compensación. Porque hay antecedentes. El que no llega a fin de mes, echa cuentas de la facilidad y la impudicia con la que entregaron miles y miles de euros a Iñaki Urdangarín a cambio de humo. Otro día descubre que el tal Bárcenas, por si fuera poco contar con millones de euros en Suiza, recibe una indemnización fragmentada y le pagan la cuota de la Seguridad Social como consecuencia de un expediente oscuro y retiradamente negado. Y entonces se pegunta por qué a él, que ha perdido su trabajo a cambio de un puñado de euros y la promesa de cuatrocientos cuando se le acabe el paro, le vigilan tanto cuando hace una chapuza para sobrevivir.
De eso es de lo que se habla en la calle. La política no se escribe ya con mayúsculas ni se debaten lo grandes conceptos. La política se parece más a una crónica de sucesos y sus protagonistas compiten -véase el caso de la Infanta o de la ministra Mato- con las andanzas de una tonadillera. Algunos no entenderíamos que la dimisión de Rajoy no se produjera por el incumplimiento reconocido de su programa electoral y el fracaso de su política, sino por su empeño en no romper un posible pacto de silencio con Bárcenas. O que la deseada caída de Ana Mato fuese fruto de unos confetis y no del hundimiento de la Sanidad. Pero en la calle, donde se persigue a los corruptos con cartelones, se ha descubierto que ese es el punto de debilidad. Corresponde a los políticos de talla, no a los maniobreros ni a los instalados en la rutina, interpretar los movimientos sociales y defender la democracia. Nada menos.
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