Decía Truman que una de las principales virtudes de la democracia es
que “sus defectos son siempre visibles, pueden señalarse y corregirse”.
Harry S. Truman fue un líder criticado, con una popularidad en mínimos
históricos y una Administración fuertemente cuestionada por no pocos
casos de corrupción. No obstante, en plena crisis de posguerra, Truman y
otros líderes democráticos de su época se empeñaron en renovar el
contrato social y comprometer una mayor transparencia en la gestión.
El Congreso norteamericano, bajo su mandato, decidió poner coto a los
hombres de negocios que, con más o menos frecuencia, acudían al
Parlamento a compartir sus puntos de vista sobre una u otra normativa.
Para ello, alguien inventó un registro que permitiese contrastar quién
representaba qué y cuánto cobraba por ello. Algo aparentemente sencillo,
si bien entonces, y aún hoy, revolucionario. Gracias a la Federal
Regulation of Lobbying Act (1946), el proceso de representación de los
intereses económicos y sociales en los procesos legislativos sería el
mismo pero, al menos formalmente, sometido a luz y taquígrafos.
Mucho ha llovido hasta llegar, en feliz expresión de Gutiérrez-Rubí, a
nuestra “política vigilada”. “Una sociedad decepcionada, crítica y muy
informada” que con el apoyo de tecnologías de la información y una
cultura política que, si no mayor, sí al menos está más extendida, exige
mayor transparencia y control sobre las instituciones y los
responsables públicos. Hoy la legitimidad para gobernar que emana de las
urnas se agota con rapidez, no solo cuando la eficacia de las políticas
desaparece, sino cuando estas se realizan a la sombra y sin contar con
la opinión, cada vez más exigente, de los administrados.
Las 5.496 organizaciones registradas en Bruselas participan abiertamente en el proceso normativo
Con estas exigencias, no es que la corrupción cese pero, al menos, es
más difícil de ocultar. Pero si han aumentado las dificultades para
ocultar una noticia, también son más complejos los accesos a fuentes de
información relevantes y mayor el peso de la economía y los intereses
particulares en la conformación del interés general.
Tanto es así que todos nuestros partidos políticos llevan en su
cartera de promesas una buena ley de transparencia, sea esto lo que
fuere, y así como el Gobierno anterior, tras ocho años, llegó a aprobar
un anteproyecto, el actual tramita ya un proyecto de Ley de
Transparencia, Acceso a la Información Pública y Buen Gobierno que, como
toda norma que se precie, es tanto lo que incorpora como lo que deja
fuera, y nada dice de esa actividad tan cotidiana en nuestras
democracias como es la representación de intereses.
El Tratado de Lisboa buscó un justo equilibrio entre representación y
participación y expone en su artículo 11 que las instituciones
comunitarias “establecerán los cauces necesarios” para “mantener un
diálogo abierto, transparente y regular con las asociaciones
representativas y la sociedad civil”, además de comprometer “amplias
consultas con las partes interesadas”.
La Comisión Europea, a través de la Iniciativa por la Transparencia
(2006), definió la representación de intereses como “las actividades
realizadas con el objetivo de influir en la formulación de políticas y
los procesos de toma de decisiones”, y el Parlamento Europeo considera
“un derecho fundamental que los representantes de la sociedad civil y
las empresas tengan acceso a las instituciones para trasladar sus
intereses, recabar información, defender su situación o solicitar
cambios en la normativa que les afecta”.
Países como Alemania, Francia o Polonia o, fuera de la Unión, Canadá,
Taiwán, Israel y, más recientemente, Chile, decidieron incorporar a sus
ordenamientos algunas de las medidas aplicadas con éxito en el
complicado entramado comunitario, que reconoce que los grupos de interés
“desempeñan un papel esencial en el diálogo abierto y pluralista en que
se basa un régimen democrático, y constituyen una importante fuente de
información para los diputados en el marco del ejercicio de su mandato”.
Bruselas presume hoy de un registro voluntario, común al Parlamento y
la Comisión, en el que los representantes de intereses económicos y
sociales facilitan algunos datos básicos de facturación y se comprometen
con el cumplimiento de unas normas de conducta comunes y públicas.
Actualmente, 5.496 organizaciones —sindicatos, patronales, ecologistas,
organizaciones religiosas u ONG— hacen lobby en la Unión Europea y,
gracias a este registro, participan en el proceso normativo de una forma
abierta y transparente, pues todos podemos conocer quiénes son, qué
intereses defienden y cuánto perciben por ello consultándolo,
simplemente, desde nuestro ordenador.
España no puede permitirse el lujo de aplazar medidas que dignifiquen
nuestra democracia. El proyecto de ley que tramita el Congreso es la
norma adecuada, en el momento justo, para incorporar a la legislación y a
las prácticas españolas las mejores experiencias comunitarias, también
en materia de grupos de interés. Registro, código de conducta y acceso
público a las agendas de los altos cargos son algunas de las propuestas a
debate.
El proyecto español no puede dejar fuera la relación entre políticos y administraciones
Pero, además, el Congreso debate si la Ley de Transparencia debe
regular no solo Administraciones públicas sino también partidos
políticos y sindicatos. ¿Como dejar fuera de esta ley la relación entre
Administraciones y políticos y las empresas y organizaciones sociales
que legítimamente pretenden participar en la mejora de la legislación y,
por tanto, de nuestro ordenamiento jurídico y nuestra convivencia? Es
precisamente sobre esta relación sobre la que hay que poner luz. Deben
existir más cauces transparentes para, entre otros motivos, reducir los
cauces que no lo son, para dificultar en lo posible prácticas
tristemente extendidas y que solo pueden realizarse al amparo del
anonimato.
Una ley no elimina por sí sola las malas prácticas, pero puede
dificultarlas, aumentando los controles e incrementando las sanciones.
Además, debe establecer cauces adecuados, públicos y conocidos e impedir
que comportamientos legítimos queden bajo la misma sospecha de los que
no lo son.
Un grupo de firmas de consultoría y despachos jurídicos, que no
representamos intereses, pero trabajamos profesionalmente para quienes
legítimamente sí lo hacen, queremos trasladar públicamente al Ministerio
de la Presidencia y a los grupos parlamentarios nuestra propuesta de
que nuestro ordenamiento jurídico recoja la misma definición que
Comisión y Parlamento Europeo hacen de los grupos de interés y su
función en la conformación de las políticas públicas, incorporando una
mayor transparencia en procesos legislativos y de toma de decisiones.
La Comisión Constitucional del Congreso analiza estos días el texto
propuesto por el Gobierno y escucha a representantes de la sociedad
civil y expertos en cada una de las áreas que la norma pretende
legislar, mejorando su redacción y alcance, incrementando los derechos
ciudadanos y buscando un justo equilibrio entre las legítimas
aspiraciones de acceso a la información pública y transparencia y las
necesidades de protección de datos que las instituciones deben
preservar. Previamente, el Gobierno ensayó un novedoso proceso de
consulta abierta a todos los ciudadanos, proceso tradicionalmente
reservado a los órganos consultivos del Estado. La falta de experiencia
y, sobre todo, la falta de cultura política a la hora de “rendir
cuentas” de los resultados de la consulta han generado más fustración
que apoyo.
Lo podemos hacer mejor y necesitamos hacerlo mejor. Truman supo
entender, en momentos tan difíciles o más que los actuales, que la
democracia se alimenta de democracia, por lo que su vieja receta, al
margen de consideraciones éticas sobre gobernantes y gobernados y en
castiza expresión de Antonio Maura, “yo, para gobernar, no necesito más
que luz y taquígrafos”, es hoy más necesaria que nunca.
Joan Navarro, Javier Cremades, Emilio Ontiveros, Jordi Sevilla y Carlos Solchaga son miembros del Foro por la Transparencia.