La Princesa de Eboli escribe a la "entrañable" amiga del Rey
Señora mía:
Os quiero bien, no temáis. Estoy de vuestra parte. Por eso estas líneas que os mando en mano de mi criado Astúriz, que es de toda confianza y probada fidelidad. Os sé, señora, hermosa, que eso bien se echa de ver. Pero os tengo por más hermosa que discreta, si os digo la verdad; de un tiempo acá, algo pecáis de atolondrada y un poco de demasiadamente nerviosa. Hay quien ya os tacha de ventanera, que eso es lo peor en vuestra situación; y aun de fatua y un punto marizápalos.
Cuidaos, señora. Sé bien lo que os digo. Tened esa lengua, que se os ha soltado últimamente como una lagartija, y no digáis lo que no es; que si el pez muere por la boca, qué no será de la mujer desatinada.
Sois, ya os dije, bella. Yo lo fui también, y tanto como vos, si bien morena. Tenéis presunción y os gusta la reverencia, como a mí me gustaron tanto. Padecéis, a vuestro medio siglo, de ansia de varón. Qué bien os comprendo, pero esos tres males (belleza, ardores y sobre todo vanidad) pueden perderos, como me perdieron a mí.
Os hacéis llamar princesa y no lo sois. Nacisteis apellidada Larsen, medio danesa e hija de un piloto. Casasteis mal la primera vez y algo mejor la segunda, pero vuestro segundo marido, Casimiro, al que habéis rapiñado el Zu-Wittgenstein-Sayn que no deberíais lucir porque hace tiempo que el propietario del nombre ya no está casado con vos, no pasó de conde, y aun de los de más paño que pelo. Esto lo saben bien quienes os malquieren. Y lo usarán si seguís dando al pregonero, más que cuartos, doblones enteros, señora mía, y aun ducados... o principados de oropel que no valen una blanca.
Yo sí fui princesa, título extraño en estas tierras, pero por boda. Mi pobre marido, Ruy Gómez de Silva, con el que me casaron a los doce años, era portugués y segundón, pero el rey Felipe II, su amigo y mi desgracia por haberlo sido también mío, le dio el principado italiano de Eboli. Y así yo, que no necesitaba más relumbres porque era toda una Mendoza, hija de virreyes y con títulos de anillo en todos los dedos de la mano, fui, además, princesa de Eboli. Muy alto subí; desde muy alto me hicieron caer. Miraos en mí vos, que no tenéis tanta peana como yo tenía.
Dicen de vos que sois la "linda amiga" del Rey nuestro Señor; también lo dijeron de mí. A vos no pueden probároslo, al menos por ahora; a mí tampoco pudieron. Si de nada me sirvió eso a mí, y así anduve en coplas y cantares, y me llamaron "la puta tuerta del Rey" siendo quien era, ¿qué no dirán de vos, que no tenéis más abrigo que el que os dan de prestado, que os comportáis como una tarasca y que andáis siempre danzando por donde no debéis, ya haya cerca reyes, sotas, caballos... o elefantes?
Yo tuve que callar algunas bocas y para ello no dudé en alquilar los servicios de quien supiera "dar bocado" (así se llamaba en mis años a administrar tósigos y venenos) o atravesar gaznates con un puntazo de espada, pobre Escobedo. Pero vos, señora, ¿qué haréis? ¿Seguir contando sandeces y fantasías a los periodistas, cuando eso es lo que más detesta y pone en ascuas a aquel a quien decís servir y a quien dicen que amáis? ¿A ese proceder de figonera os atrevéis a llamar confidencialidad y delicadeza?
Mirad, señora, lo que hacéis. Yo, aun tuerta, veía de lejos, y de bien poco me sirvió. Vos os habéis corregido los pómulos y os habéis hecho inflar los labios hasta hacerlos parecer el reborde de una tinaja; así buscáis pegar a ellos corazones como si fuesen moscas en miel, y un ya viejo corazón sobre todo: cómo se echa de ver, señora, lo poco que conocéis el paño que laváis.
Los reyes de España han sido, casi todos, incontenibles en el amor, tan hambrientos de él que no les basta con uno. Ni con cinco, ni con ciento a veces. Son como torrentes de primavera: todo lo inundan con su querer, pero bien pronto se les acaba el agua. El mío, Felipe II, era así, cuatro veces casado a contraviento y con hambre notoria de muy atrás. Pero, sobre ser escaso de talla, tenía el vinagre añadido de que a quien amaba sobre todas las cosas, como mandan las Tablas de Moisés, era a Dios: no había concluido el Prudente de cabalgar y ya estaba recitando el paternóster de la penitencia.
El cambio de dinastía, por lo que sé, puso en palacio un poco de sosiego, al menos al principio: Felipe V, el primero de los Borbones, era un beato melancólico; su hijo Fernando VI tenía más de lo segundo que de lo primero, y su hermano y sucesor, Carlos III, se enamoró como un zagalico de su María Amalia, que le dio trece hijos; cuando el Señor terminó de llevársela, el Rey cerró con candado la rendija del confesonario y no lo volvió a ventilar con nadie.
Pero algo extraño pasó luego, señora. El siguiente Carlos, cuarto de ese nombre, era un alma de alfeñique que sólo disfrutaba de verdad descomponiendo relojes y volviéndolos a componer. Yo siempre pensé que, en la intimidad de su alcoba, apetecía más de la pluma que del pelo, y que sus ojos se le iban más hacia los faldones de la casaca de Godoy que hacia el sagrario de aquella gorgona que tenía por esposa, la fétida y desdentada María Luisa de Parma, que era, por demás, prima suya. Y un no poco ansiosa: mucho me gustaría saber cuántos de aquellos catorce hijos lo fueron también del Rey relojero.
Juraría que en el santo advenimiento del noveno de la prole, el marrajo Fernando, algo tuvo que ver el Espíritu Santo, si no el propio Godoy o algún más que servido guardia de palacio, porque ahí les cambió la sangre a los Borbones y se les fueron los melindres: del malhadado Fernando VII en adelante, ninguno ha dejado que se le fuesen vivas las perdices, y cada uno tumbó más que las que se comieron en las bodas de Camacho. Incluida Isabel II, que de perdices no sabría pero que quitó los espolones a más gallos, y más bien puestos, de cuantos cantan la mañana en todo el reino de Castilla.
Así son todos, señora: es cosa de familia, como veis. Se abrasan de amor... una y mil veces, las que sea menester. Todas, una tras otra, juran con una sinceridad tan cierta como pasajera. Y ellos, que queman, no arden, por ser quienes son; las que acabamos hechas pavesas somos nosotras, señora. Mi señor don Felipe II, de tanto amor que me tenía, me metió entre rejas, quiero creer que para que no escapase volando; y bien cierto es, y muy mucho me lo hizo saber, que el amor y el odio son estancias contiguas en el corazón del hombre, y el tabique entre ambas es fino y quebradizo como una lámina de vidrio.
Aprended de mí, señora. En mis años, mi consejo habría sido que os metieseis en un convento, como hice yo por un tiempo. Pero ya no son esos los usos de vuestros días, ni vos estáis hecha de mi madera. Debéis poneros a salvo de otra forma. Quizá lo mejor sea la distancia. Con que sean de carne y de hueso, y no de humo, uno de cada diez de esos amigos poderosos que aseguráis tener repartidos por el mundo, no os costará trabajo hallar quien os acoja, quien os adule y quien os trate de princesa (o como a tal) en la otra punta del mundo, ya sea en Berbería, en las Indias o en las tierras que contó Marco Polo.
A mi señor el Rey don Felipe, que Dios guarde, estuvieron a punto de deshacerle el trono la codicia de los banqueros y la astucia de los ingleses. A vuestro "entrañable amigo", como tenéis la desvergüenza de llamarle en los mentideros, puede arruinarle algo mucho más peligroso, por más sutil: la indiscreción, la deslealtad y la calumnia. De todo eso disfruta hoy, y en abundancia, el reino. Y si esa ruina se produce, creedme: vos apareceréis la primera bajo los cascotes. Y la historia no os perdonará como a mí.
Quedad, señora, con Dios. Y, puesto que la fe nos dice que Dios está en todas partes, os recomiendo que elijáis, por vuestro bien, la más lejana.
Ana de Mendoza y de la Cerda, Princesa de Eboli
(1540 - 1592)
No hay comentarios:
Publicar un comentario